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El día que Dios se enamoró (III)

La hermosa mujer se aproximó al árbol con pasos casi inaudibles y, mirándola a los ojos, llamó su atención explayando su radiante luz, a lo que ella, sin poder evitarlo, advirtió su presencia.

El día que Dios se enamoró (III)

El día que Dios se enamoró (III)

Por: Jairo

@el_pilon

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El ángel de luz encomendado por el Creador, bautizado como Luzbel, la luz de Dios, la hermosa estrella de la mañana, habiendo decidido tentar el corazón sublime de la única doncella habitante del Paraíso con el propósito de purificar y realzar en ella la pureza, y de encontrar tal vez ahí al menos una pista para hallar la encomienda que le había sido asignada, tomó la forma de un imponente dragón y buscó refugio agazapado en un árbol ubicado en el centro del lugar, del que colgaba un solitario fruto, y esperó la llegada de ella.

La hermosa mujer se aproximó al árbol con pasos casi inaudibles y, mirándola a los ojos, llamó su atención explayando su radiante luz, a lo que ella, sin poder evitarlo, advirtió su presencia.

—¿Te conozco? Creo haberte visto antes. ¿No eres tú el que surca el cielo antes que amanezca? ¿Quién eres? —le preguntó ingenua.

El ángel, atónito por las preguntas y cegado por la luz que emanaba de su alma, frunció su ceño y guardó silencio un momento para observar encantado su hermosura. Se sorprendió al ver que lo había reconocido a pesar de haberse presentado como dragón. Sin lugar a duda, fuera lo que fuera lo que irradiaba el alma de aquella mujer era el principio de lo que al Eterno le inquietaba. Ahora comprendía lo que sentía su Creador.

Animado y fascinado, descendió del árbol y, acercándose, le respondió con una pregunta en tono suave:

—¿Dios no te deja comer el fruto de todo árbol?

Ella miró el fruto que colgaba de aquel y se limitó a decir que solo este le estaba prohibido.

Él, cautivado y con el ánimo de mantener la conversación y seguir escuchando aquella melodiosa voz, extendió una de sus alas y la invitó a aproximarse un poco más al árbol. Ella, precavida ante lo dicho por el Todopoderoso, declinó el ofrecimiento y le dijo que también habían sido advertidos de que no lo tocaran, pues morirían si lo hacían.

—No morirás, te lo aseguro. Solo abriréis vuestros ojos y entonces podrás ser como Él, verás como Él, sentirás como Él y conocerás aquello que no conoces —le dijo.

Acto seguido, sopló suavemente hacia el fruto, haciendo que este cayera justo en las manos de ella, quien abrió sus ojos con temor.

—Lo ves, no moriste.

Ella soltó un suspiro de alivio comprobando que era cierto y acarició aquel fruto un poco más tranquila.

—No temas, no tienes por qué hacerlo. Puedes probarlo si se te antoja y obtendrás sabiduría.

—¿Para qué querría sabiduría? Me basta con saber lo que hasta ahora sé —dijo sin prevención alguna.

—No solo de pan vivirás; algún día alguien me dirá eso, cuando en verdad tiente a ese enviado del Creador y entonces los hombres entenderán.

—¿A qué te refieres cuando hablas de hombres? ¿Es que acaso hay más como nosotros en este lugar?

—Aún no, pero existirán —respondió.

Olió aquel fruto, encantada y ya desprevenida, habiéndose olvidado de la prohibición que le hiciera el Creador, posó sus labios sobre él y, con un mordisco en forma de beso, engulló el pequeño trozo que le supo a gloria, aunque no tuviera idea de qué era la gloria. Sus ojos de inmediato brillaron y las pupilas se dilataron como si unas gotas invisibles actuaran en ellas. Su pecho se agitó y los latidos se hicieron sentir en el sitio como redobles de tambor, siendo escuchados por su compañero, que presuroso corrió a ver a qué se debía tanta agitación.

Ella, aún sin percatarse de lo que estaba sucediendo, le ofreció el fruto prohibido, a lo que él, sorprendido, rechazó. Sin embargo, su mirada había cambiado; el encanto de su voz parecía hipnotizar y encantar todo a su alrededor, a lo que él sucumbió.

El dragón angelical comprendió la magnitud de lo que había provocado, pero ya no podía hacer nada. También sintió lo que jamás antes había sentido y creyó ser Dios en ese momento. Exhaló un pequeño aliento que chamuscó la hierba cercana antes de escuchar, como trueno, la voz del Todopoderoso. Lo que les dijo jamás fue registrado en archivo alguno, y mucho menos en las santas escrituras. Sentenció a su ángel de luz a que se arrastrase de ahora en adelante; sin embargo, otros dragones pudieron escapar de la sentencia y, refugiándose en la Tierra, pudieron sobrevivir muchos siglos hasta que los santos, y alguno que otro caballero, les atravesara el corazón con una espada.

Y por el momento queridos lectores, dejo la historia hasta aquí, prometiéndoles el final en la próxima columna.

Por: Jairo Mejía.

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