El sarcasmo del polichinela ministro del Interior, Armando Benedetti, al intentar copiar aquella célebre frase de que “cada vez que López hablaba, ponía a pensar al país”, solo revela la diferencia abismal entre un verdadero estadista y un politiquero sin norte. Dijo Benedetti que todos hablaban de Petro, y tiene razón: hablamos de él, para bien o para mal. Esta columna nace precisamente de esa paradoja, escrita por quien, siendo conservador, alguna vez creyó que un hombre de izquierda, tras toda una vida en la lucha política, honraría la dignidad de la Presidencia. Me equivoqué. Y por eso escribo lo que sigue.
Bajo el gastado ropaje del progresismo inexistente, Gustavo Petro insiste en posar de rebelde. Se vende como un Marx tropical, aunque no pasa de un populista con micrófono y tarima pagada con dineros públicos, lejos de lo que el ministro de Justicia Montealegre alude como “revolucionario utópico”. Se autodeclara estadista o líder mundial, pero su escenario es un país convertido en laboratorio del caos, donde la economía se desangra mientras él publica en X consignas de redención. Petro parece vivir en una realidad alterna: un mal orador, incluso para sí mismo, convencido de que el ruido de sus palabras es música revolucionaria. Iluso.
Su excusa favorita es el Congreso. Como no le aprueban sus reformas —tan improvisadas como mesiánicas—, culpa a los demás de su ostensible fracaso. Es el político que quiso ser gobernante, pero nunca dejó de ser agitador. No construye, acusa. No gobierna, increpa con desorden conceptual. No convence, grita sin tono ni garbo. El país caótico y su gobierno, un ejercicio de victimismo con estética de resistencia.
En su cruzada contra la historia, Petro proclama que a Colombia la conocen por él y no por Pablo Escobar —pésima frase, porque se envuelve en delincuencia nata—. Y remata la expresión con orgullo de mártir iluminado, pero físicamente descompuesto. Lo cierto es que, de tanto querer borrar el pasado oscuro, ha terminado escribiendo uno nuevo, igualmente vergonzante. Su ego no admite competencia: ni de Shakira, Karol G, J Balvin, García Márquez, ni aun del Nobel de Paz colombiano. Todos, según él, orbitan en torno a su descuidada figura. “La patria soy yo”, parece pretender, amén de mal emular al revolucionario Pancho Villa.
Repite que no busca reelección, pero sueña con una Asamblea Constituyente que, curiosamente, abriría la puerta a perpetuarse. Niega la intención con la boca mientras la promueve con el eco de su mal verbo inflamado. En la plaza es, al rompe, mal tribuno; en el gobierno, un huésped inmerecido. No hay plan, hay malhadado discurso. No hay dirección, hay confrontación. Su idea de liderazgo consiste en incendiar el debate para apagar la crítica. ¿Quién lo asesora en su imagen personal y forma de vestir, o hasta en eso es autárquico? Obvio.
Petro pide no obedecer a Trump, pero exige obediencia ciega a su propia doctrina del resentimiento y los odios. Cuando lo increpan con un “¡Fuera, Petro!”, se indigna como si el pueblo le debiera gratitud eterna. Confunde oposición con traición, discrepancia con herejía.
Hoy el presidente es un predicador cansado que grita revolución en un país que solo pide soluciones. Su activismo político es tan insistente que ya nadie distingue si habla como jefe de Estado o como jefe de barricada. La retórica le ganó al gobierno, el personajillo al hombre. Petro, el rebelde que con utopía soñó cambiar el mundo, terminó fungiendo de bufón ecuménico, incluso superando al inefable Maduro en los memes.
Incluso en las postrimerías de su desgobierno, Petro podría —si su temple lo permitiera— recomponer el final de la fotografía de su historia de vida política. No se le pide milagro, sino mesura. Bastaría moderar sus agresivas posturas ideológicas, mirar más allá de la tribuna y asumir, por fin, la condición de presidente de Colombia, no de jefe de facción. Difícil tarea para un hombre de personalidad tan compleja, atrapado entre su ego, odios y rencor social. Y, sin embargo, no imposible: aún podría rescatar algo de dignidad si se dejara persuadir por el porvenir familiar, que parece importarle un comino. Porque la historia, cuando se escribe con humildad tardía, también puede absolver. Un rebelde, sí, pero quizá aún a tiempo de dejar una huella menos amarga. ¡Dios lo (y nos) bendiga!
Por: Hugo Mendoza Guerra.












