COLUMNISTA

Desvarío en el escaparate

MI COLUMNA Por Mary Daza Orozco La tarde caribe irrumpió como un turbión de celofanes rotos. Aumentaron los ruidos y una brisita, remedo de las locas de los diciembre de antes, barría las calles como una acuciosa escoba. La gente iba y venía, los villancicos salían de algunos almacenes y se juntaban con el tableteo […]

Desvarío en el escaparate

Desvarío en el escaparate

Por: Mary

@el_pilon

canal de WhatsApp

MI COLUMNA

Por Mary Daza Orozco

La tarde caribe irrumpió como un turbión de celofanes rotos. Aumentaron los ruidos y una brisita, remedo de las locas de los diciembre de antes, barría las calles como una acuciosa escoba. La gente iba y venía, los villancicos salían de algunos almacenes y se juntaban con el tableteo espantoso de los rompe – calles, una alegría soterrada trataba de ganarle a los afanes y a los temores de que los escuálidos billetes de los bolsillos y carteras no alcanzaran para lo que todo el año se había querido comprar o para pagar eso que se quería regalar.
Unas  vitrinas mostraban lindezas; otras, horrores; los maniquís, incitadores de la anorexia, lucían prendas tentadoras; vestidos largos, cortos, pantalones, blusas con escotes turbulentos para mostrar pechos túrgidos, zapatos de puntillas inverosímiles, carteras, detrás un fondo de  colores, luces, vendedoras diligentes.
Fue frente a uno de esos escaparates cuando oí la conversación del jovencito con la señora que lo acompañaba: “Esos vestidos que muestran unos senos generosos, los hombros, esos de tiritas o sin tiritas, hacen ver a las mujeres más bellas”. La mujer no respondió, solo lo miró con fiereza; el joven insistió: “…y si llevan como un chal se ven más elegantes”. Otra vez la mirada fija de la mujer que quería gritarle: “No ves que eso es para jovencitas, haces que mi piel se sienta más ajada de lo que ya está”, pero no dijo nada, siguieron buscando algo, ni ellos sabían qué querían; el joven se interesó por pantalones,  gafas, billeteras; seguí observándolos, lo querían todo o no querían nada. El síndrome de diciembre en el que algo hay que obsequiar, pero la dura tarea de escoger qué,  está en la capacidad económica o en el qué le gustará.
Y fue también frente a esas vitrinas atestadas de artículos tentadores que vi cuando del almacén grande, en el que de todo había, como salían los empleados cargados de regalos que fueron repartiendo a lo largo de la calle: celulares, para la vendedora de minutos; libros, cuadernos y ropa, para el niño cuidador de carros; trajes de tiritas o de mangas para las mujeres que pasaban; un furgoncito para el carretillero vendedor de frutas; regalos, regalos, regalos, y la calle se volvió una fiesta: globos rojos y verdes se alzaron en el aire impulsados por risas estridentes, risas apagadas, risas como clarines que anunciaban una buena nueva, risas frescas, risas y risas que se fueron acallando por el estruendo de los taladros de los rompe – calles, el ratatá, ratatá agobiante  que me despertó o fue la voz del jovencito que seguía haciendo observaciones  sobre todo lo que veía, y era que no se le escapa ni un detalle, me lo imaginé como escritor: un genio.
Un instante alucinado frente a una vitrina en la que se desdibujó la inexistente felicidad y dio paso de nuevo a la vendedora de minutos discutiendo con un cliente; al jovencito gritándole a una señora que tomateaba mientras aparcaba su carro: déle, déle, párele…,  al vendedor de frutas arrugadas por el sol de todo el día en oferta, cansado y bostezante; y a las mujeres que iban y venían con sus pantalones apretados y sus blusas ceñidas mostrando la redondez de sus triples barriguitas o barrigotas.
Quería seguir soñando, pero la voz afanosa de mi amiga, con la que había salido a ver vitrinas, me sobresaltó: “Estás botando todo el helado”, sí, a pesar de que ya no había nada en el barquillo seguían cayendo las gotas frías y espesas y mientras ella me entregaba pañuelos de papel yo miraba a lo alto buscando un globo verde o rojo perdido en la calidez de la tarde.

TE PUEDE INTERESAR