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Autorreconocimiento étnico: el vivo vive del bobo

La evidencia empírica demuestra que existe una puerta fraudulenta hacia privilegios que no corresponden a muchas personas, desvirtuando los derechos ancestrales de comunidades indígenas.

Autorreconocimiento étnico: el vivo vive del bobo

Autorreconocimiento étnico: el vivo vive del bobo

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La evidencia empírica demuestra que existe una puerta fraudulenta hacia privilegios que no corresponden a muchas personas, desvirtuando los derechos ancestrales de comunidades indígenas. El “autorreconocimiento” étnico, creado para proteger a minorías históricamente excluidas, se ha convertido en herramienta de conveniencia para individuos que buscan programas, recursos y posiciones de liderazgo que culturalmente no les corresponden.

En La Guajira, personas ajenas a la cosmovisión wayuu, sin tradiciones ni lengua wayuunaiki, de repente se “descubren” como miembros de esta etnia para aprovechar financiamiento o poder. El marco jurídico colombiano abrió la puerta al abuso: establece mecanismos de certificación, pero sin filtros suficientes para verificar la autenticidad cultural.

La Constitución reconoce el derecho al autorreconocimiento, pero no para que individuos desconectados de tradiciones lo usen fraudulentamente. En La Guajira, muchos no wayuu contraen matrimonios “Pa´ünaa” de conveniencia para reclamar beneficios, ocupando programas destinados a indígenas o aspirando a liderazgos comunitarios. Lo mismo ocurre en educación y salud, donde se aprovechan de beneficios ajenos.

Esta apropiación tiene graves consecuencias: los recursos limitados para atender la crisis humanitaria en La Guajira —donde la desnutrición infantil supera el 27 % en algunas zonas— son desviados hacia quienes no sufren la vulnerabilidad estructural de las comunidades indígenas. Mientras niños wayuu mueren por falta de agua y alimento, falsos líderes se adueñan de programas de nutrición, proyectos de infraestructura y oportunidades de capacitación.

Líderes wayuu legítimos que denuncian estas prácticas enfrentan amenazas. Es el caso de Jazmín Romero Epiayú, hostigada por denunciar corrupción, o de la escritora Estercilia Simanca, quien reveló cómo se “fabricaban” indígenas de papel para obtener becas étnicas, mientras estudiantes auténticos quedaban por fuera.

El problema es que la legislación privilegia el criterio subjetivo del autorreconocimiento sobre elementos objetivos de pertenencia. Para otros temas legales hay verificaciones exhaustivas, pero en identidad étnica basta con documentos obtenidos por matrimonios o conveniencias. Aunque las normas exigen requisitos, no incluyen verificación real de la vinculación cultural, lo que permite a individuos que apenas conocen nombres de clanes wayuu obtener certificaciones válidas.

El Estado debe implementar mecanismos más rigurosos. No se trata de desconocer el derecho al autorreconocimiento, sino de establecer salvaguardas que protejan a las comunidades del abuso. Se requiere participación activa de las autoridades tradicionales wayuu en los procesos de certificación, verificación del conocimiento básico del wayuunaiki y evaluación de la participación en estructuras comunitarias.

La protección de los derechos étnicos no puede ser puerta trasera para el fraude. Es hora de que el Estado actúe con contundencia en defensa de las comunidades originarias. La identidad cultural es raíz, memoria y compromiso. A quienes juegan al camaleón identitario les recordaría que, al final, la verdad sale a flote. Como dijo el filósofo de La Junta: “Se las dejo ahí…”.

Por: Luis Alonso Colmenares Rodríguez.

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