COLUMNISTA

Aunque la historia se cuenta muchas veces, siempre se va a repetir

Qué frustrado debería estar George Santayana, el filósofo a quien se le atribuye la famosa frase “Quien no conoce la historia está condenado a repetirla”, al ver que en Colombia, aunque la historia se cuenta una y otra vez —se narra, se conmemora, se llora y se enseña—, seguimos repitiéndola con dolorosa puntualidad.

Aunque la historia se cuenta muchas veces, siempre se va a repetir

Aunque la historia se cuenta muchas veces, siempre se va a repetir

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Qué frustrado debería estar George Santayana, el filósofo a quien se le atribuye la famosa frase “Quien no conoce la historia está condenado a repetirla”, al ver que en Colombia, aunque la historia se cuenta una y otra vez —se narra, se conmemora, se llora y se enseña—, seguimos repitiéndola con dolorosa puntualidad. Porque aquí el problema no es el olvido, sino la indiferencia. No es que ignoremos el pasado, es que parecemos condenados a revivirlo por decisión, por omisión o por miedo, como si cada generación heredara no solo la memoria, sino también las heridas abiertas que nunca quisimos cerrar.

Soy un convencido de que, antes que ser un adepto, un militante o un fervoroso partidario de unas ideas políticas que se encarnan en determinado movimiento, debemos ser, sobre todo, creyentes de la democracia. Esa democracia que no es otra cosa que el arte de resolver nuestras diferencias por medio del diálogo, los discursos y los debates. Esa que se juega en las urnas y no en las balas. En los votos y no en las tumbas. En las palabras que construyen y no en las armas que destruyen. Pero a veces, en Colombia, la democracia no se predica, se entierra.

Un 30 de agosto de 1990, Miguel Uribe Turbay se fue a la cama sin el abrazo ni el beso de buenas noches de su madre. Esa noche, como tantas que siguieron, su madre, Diana Turbay, no volvió. Miguel era apenas un niño y no entendía por qué su mamá no regresaba del trabajo. Su padre tuvo que explicarle, entre silencios que pesaban como lápidas, que su madre había sido secuestrada por la mafia que se disfrazaba de política, de revolución o de Estado. Miguel creció con la herida invisible de la ausencia, con la voz materna convertida en eco, con un lugar vacío en cada celebración. Fue testigo del peor rostro de un país que no cuida a quienes se atreven a levantar la voz.

Y quizás esa misma sensación, la del frío que deja una despedida que nunca se concreta, es la que hoy podrían sentir sus propios hijos al despertar y no encontrar el abrazo de su padre. No saber si volverá a casa. No entender por qué aquel hombre que una mañana salió con convicción a ejercer su vocación política, a defender sus ideas en un país que lo vio nacer entre promesas rotas, no ha vuelto. Un país donde ser político no debería ser una sentencia de muerte, ni un acto de valor comparable al de un soldado en la guerra. Donde el miedo no debería habitar los pasillos del Congreso ni las salas de las casas de quienes deciden servirle a Colombia.

No, no es falta de memoria. Es falta de voluntad para aprender. Porque en Colombia no es que ignoremos nuestra historia, es que la repetimos a sabiendas. La contamos, la dramatizamos, la lloramos en conmemoraciones, la gritamos en marchas, la convertimos en series de televisión… y aún así, se repite. Como si estuviéramos atrapados en un bucle macabro donde los huérfanos se heredan, las viudas se multiplican, y los ideales mueren antes que los verdugos.

Aunque la historia se cuente muchas veces, en este país siempre se va a repetir. Porque seguimos prefiriendo la eliminación del contradictor antes que el debate. Porque a veces olvidamos que las ideas no se callan con tiros. Y porque no hemos entendido —todavía— que la política no debería ser un oficio de mártires, sino de demócratas.

Porque en Colombia no es la historia la que se repite. Somos nosotros los que insistimos en no cambiar el libreto.

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