El día en que Paloma renunció a su trabajo, su jefe supo que ella era hija del escritor David Sánchez Juliao. Nunca le interesó, ni en su vida estudiantil ni laboral, ser “la hija de”.
Paloma suele presentarse —sin proponérselo— por contraste: “la cachaquidad me resta”, dice, porque cuando la conocen, muchos buscan en ella a su padre. Ese choque la empuja a afirmarse desde su individualidad: diseñadora industrial, formada en el mundo corporativo, donde su apellido no era pasaporte ni pedestal, sino una identidad aparte.
Vivió en Nueva York, trabaja desde hace más de una década en mercadeo y hoy cursa una maestría en branding. Pero desde finales de 2022 empezó a pesarle el tema de su padre como un pendiente. Decidió encargarse de una obra que había permanecido en silencio.
La obra de David Sánchez Juliao no envejece. En sus libros aparecen el poder, la desigualdad, el clasismo, la compra de votos, la épica de los perdedores y el humor como forma de resistencia. Sus personajes —El Flecha, El Pachanga, Abraham Al Humor, entre otros— cargan una tristeza profunda, pero también una fuerza que sigue hablando con precisión del país de hoy.
A Paloma le sorprende esa vigencia con una mezcla de orgullo y desasosiego: hay libros con cincuenta años que parecen escritos para este momento. En un mundo globalizado que tiende a homogeneizarlo todo, vuelve a brillar una de sus ideas centrales: la identidad cultural como arraigo, como defensa de lo endémico y lo propio. Leerlo —dice— es escuchar una voz humana que no se apaga.
“Mi papá decía algo que me encanta: ‘Uno solo puede ser feliz siendo lo que uno es’. Esa frase es sencilla, pero profunda y universal. Eso es lo que enriquece el planeta y las culturas. Mi sueño es que mi papá sea reconocido a nivel nacional como primer paso”, dice Paloma.
Ser cachaca te resta, dices…
Cuando me conocen, muchas personas esperan encontrar a mi papá y suelen decir: “Ay, pero eres cachaca…”. Yo crecí rodeada de mar. Por un lado, mi mamá es caleña y me crié con mi abuela materna en una casa vallecaucana; por el otro, crecí inmersa en el Caribe de mi papá, en su casa de San Sebastián, en Lorica, y en las vacaciones que pasaba con mi abuela Nohora (Juliao). Así que llevo dentro un revuelto de mares: parecidos en sensibilidad, pero profundamente distintos entre sí.
¿Por qué decidiste ponerte al frente de la obra de tu papá?
Al frente de la promoción de la obra hemos estado mi mamá y yo. Ella, siempre tras bambalinas; yo, dando la cara. Durante muchos años trabajé en el mundo corporativo como una más. En ese espacio yo era Paloma Sánchez Garcia, punto. Nunca fui ‘la hija de’. Con el tiempo, la responsabilidad de mantener el legado de mi papá empezó a pesarme. Un día me senté a hablar con mi jefe, que es barranquillero, y le conté quién era mi padre. No lo sabía. Se emocionó profundamente y su reacción fue contundente: “Te vas ya. Renuncia, dedícate a eso, es muy importante. Cuentas con nosotros, esta es tu casa; si dices que quieres volver, aquí siempre tendrás las puertas abiertas”.
Buscar mantener el legado de mi padre vivo, ha sido un proceso profundo y enriquecedor: volver a mi raíz, encontrar mi polo a tierra y aprender a habitar públicamente ese lugar de ser la hija de David Sánchez Juliao.
¿Cómo era tu papá cuando se quitaba la voz pública y quedaba solo el padre?
Yo no vivía con él. Mis papás se separaron cuando yo tenía alrededor de un año, así que siempre tuve dos casas. Él me recogía los jueves en el colegio: eran ‘los jueves felices’. Tenía la necesidad de bautizarlo todo, de volver cada momento especial. Convertía la vida en ritual. Ese día, en su casa, se cocinaba lo que a mí me gustaba comer, veíamos películas y casi nunca hacíamos tareas.
Con el tiempo entendí que no tenía una noción clara de que yo era una niña o una adolescente. Él quería, ante todo, mostrarme el mundo. Recuerdo que cuando tenía doce años me dijo: “Vamos a ver este concierto de Pérez Prado”. En ese momento me pareció el plan más aburrido del planeta; hoy lo veo como un regalo inmenso. Amo la música latina, el bolero, el mambo (así se llama uno de mis perros), y muchos de esos amores vienen de esos aprendizajes tempranos. A mi papá lo encuentro todavía en esos sonidos.
Él era profundamente curioso, lleno de preguntas. Siempre quería saber qué estaba escuchando, quiénes eran los Backstreet Boys, qué era eso que me interesaba. Tenía hambre de entenderlo todo, todo el tiempo.
¿Cuándo tuviste conciencia de que él era un escritor?
De niña, no. Para mí solo era mi papá. Mi mamá era azafata, así que sentía que tenía dos papás con oficios distintos a los de mis amigos. Cerca de los diez años empecé a entender que él era una figura pública. Él vivía en el centro de Bogotá y, cuando salíamos, todo el mundo lo saludaba. Tenía su propia comunidad, que iba desde el señor de la chaza que le guardaba los Marlboro frescos hasta personas muy reconocidas que lo saludaban en la calle.
¿Cuándo lo descubriste como escritor?
Tuve varios momentos. El primero fue en el colegio, cuando me tocó leer ‘El país más hermoso del mundo’. Yo les decía a mis compañeros: ‘Ese es mi papá’, y nadie me creía. Me respondían: ‘Sí, cómo no’. El libro está dedicado a David y Paloma, y Paloma en el colegio solo había una: yo.
El segundo momento llegó con ‘El hombre que era así’. Yo tenía dieciséis años. Él me entregó el manuscrito en San Sebastián y me dijo: “Quiero que te lo leas”. Fue una experiencia muy enriquecedora. Aprendí muchísimo sobre política, compra de votos y sobre un país que yo todavía no terminaba de entender.
Después vino el duelo y leerlo se volvió difícil. Hace unos diez años empecé a leer ‘Historias de Raca Mandaca’. Alcancé unas diez páginas y no pude seguir. Eran relatos duros y yo no lograba reconocer del todo a ese escritor joven.
Ahora estoy en un tercer momento. Leo con más juicio y sin miedo. Empecé a subrayar, a marcar los libros, a romper ese respeto casi sagrado por el objeto. Él no rayaba sus libros; si lo hacía, era con lápiz. Yo heredé ese cuidado, pero ya lo rompí. Estoy leyendo ‘Danza de redención’ y es impresionante: más de cuatrocientas páginas profundamente caribeñas. Habla de tradiciones, del Carnaval, de los caimanes. Él decía que era un hombre anfibio. Ver cómo transforma esas ideas en personajes es muy hermoso.
Antes leí ‘Mi sangre aunque plebeya’. Nadie me hablaba mucho de ese libro y me pareció tremendo. En la familia ya todos lo están leyendo. La protagonista se llama Carmen, como mi mamá, y ha sido muy especial verla enfrentarse a esa lectura. Leerlo es, en muchos sentidos, volver a descubrirlo, es tener una cita con él.
Mi papá fue padre grande. Me tuvo a los 42 años y siempre fue un adulto para mí. Hoy, desde la adultez, entiendo mejor su temperamento y su relación con Lorica. Mucha gente me habla de su carácter fuerte e ingobernable, y ahora comprendo que, al final, casi siempre tenía la razón, pero le costaba mucho la gestión de sus emociones.
¿Qué temas de tu papá dialogan hoy con el país con más fuerza?
Muchísimos. La identidad cultural, para empezar. Mi papá habló de arraigo, de pertenencia y de la necesidad de ser fieles a quienes somos mucho antes de que ese tema se volviera urgente. También dialoga con fuerza su mirada crítica sobre el poder, la política y las dinámicas de corrupción, que siguen vigentes en el país. Y, sobre todo, su forma de narrar lo cotidiano. Él entendió que en las historias pequeñas estaba la clave para hablar de los grandes problemas del país. Hoy, cuando Colombia sigue buscando entenderse a sí misma, su obra sigue siendo una herramienta lúcida y profundamente humana para esa conversación.
¿Cuándo tomaste conciencia de que su obra estaba fuera de circulación?
Cuando la gente empezó a preguntarme: “¿Dónde consigo los libros?” y yo no tenía respuesta. Aprendí que no era nostalgia. Por años sentí que era eso: alguien grande que ya se fue. Hoy quiero que sea futuro. Las necesidades humanas siguen siendo las mismas. Hace tres años empecé esta travesía de la reedición.
¿Qué obstáculos has encontrado?
Alguien del mundo editorial me dijo una vez: ‘Es que es un autor que no está vigente’. Eso fue gasolina para mí. Pensé: ‘¿Ah, no está vigente? ¡Pues espere y verá!’. Creo que el mayor obstáculo ha sido generacional. Mi papá pasó muchos años en silencio, y cuando murió, yo era muy joven. Siempre he pensado que él esperaba un par de años más para explicarme, para prepararme y hacerme entender el legado que yo iba a cargar, pero no alcanzó.
En muchas editoriales grandes no saben quién es. Hoy las editoriales buscan libros que garanticen ventas inmediatas: influencers, figuras mediáticas. El criterio es muy numérico y responde mucho a las casas matrices. Ya no es como antes, cuando una corazonada bastaba para lanzarse al agua. Hoy también necesitan asegurar cifras. Esa es la sensación que me queda.
Me dijeron: “Busca editoriales de rescate”. Me senté con varias. Al principio había mucha emoción, pero luego no pasaba nada. Creo que desde Bogotá es difícil dimensionar el fenómeno Caribe. El editor con el que trabajamos ahora sí lo entendió y decidió enfocar la estrategia en la costa. También creo que todo llega en su momento. Yo empecé a buscar editor cuando quizá yo misma todavía no había entendido muchas cosas.
A veces me subo a un taxi y pregunto si saben quién es David Sánchez Juliao. En la costa pasa menos, pero aun así me sorprende cuando alguien no lo conoce. Y eso me confirma que el reto sigue siendo enorme, pero también necesario.
¿Y qué te dicen cuando haces ese ejercicio de preguntar por él a desconocidos?
Hay respuestas de todo tipo: “Es un cantante”, “Ah, don Julio”, “el Flecha”, “un periodista”. Algunos saben y voltean a mirarme por el retrovisor.
¿Qué te ha sorprendido de la vigencia de la obra de tu papá?
Lo que más me ha sorprendido es que la vigencia de su obra no la sostengo yo, la sostiene la gente. Mi gasolina ha sido esa respuesta constante. Desde mi lugar, desde mi mundo millennial, creé la cuenta de Instagram @davidsanchezjuliao como un ejercicio casi personal, para obligarme a generar contenido y mantener viva su voz. Y ahí confirmé algo muy poderoso: mi papá es absolutamente vigente, no solo por lo que cuenta, sino por el formato. Hoy sería perfectamente un youtuber, un podcaster.
Al mismo tiempo, es una responsabilidad enorme. Esto lo tengo entre manos yo, y no siempre es fácil. Me pregunto constantemente cómo evolucionar el legado sin traicionarlo. Hay cosas en las que siento que no debo meter la mano porque no le haría justicia a su obra ni a su personalidad. Él era su mejor personaje.
Lo más revelador ha sido encontrar una comunidad viva que me escribe y me dice: “Gracias por poner esto, hace cincuenta años no lo escuchaba”, o “Esto me recuerda cuando iba con mi papá en un Renault 4”. Ahí entendí que mi responsabilidad es devolverle su obra a esa gente. Los libros están ahí, el archivo está ahí, el documental está en camino. Hay un público esperando.
Y además, al releerlo con distancia, me doy cuenta de algo fundamental: estas historias son increíbles más allá de que las haya escrito mi papá. Le pueden hablar a alguien del Pacífico, de los Llanos o de cualquier lugar, incluso fuera del país. Son historias que merecen seguir circulando, leerse y disfrutarse. Su vigencia es real, profunda y, sobre todo, colectiva.
¿Qué obra te ha marcado?
Hoy diría que Danza de redención. Leerla en este momento de mi vida ha sido impresionante. Es una obra profundamente caribe, ambiciosa, llena de capas. Habla de tradiciones, del Carnaval, de los caimanes, del territorio. Mi papá decía que era un hombre anfibio, y en ese libro se siente con mucha claridad cómo transforma el paisaje, la cultura y la memoria en personajes. Leerla ahora, con distancia y sin miedo, me confirmó la dimensión de su escritura.
Y me pasó algo muy revelador con Aquí yace Julián Patrón. Es un texto corto, pero fundamental para entender el Golfo de Morrosquillo y por qué funciona como funciona. Este año, en Un Río de Libros, un ganadero se me acercó y me dijo que lo había leído en dos horas. Yo pensé: ‘Ese no me lo he leído’. Regresé a casa y lo leí de una sentada. Es la historia de un pelador de cocos y, alrededor de él, pasa todo. Es profundamente cinematográfico. Ahí uno entiende cómo mi papá lograba explicar un territorio entero desde una sola vida.
¿Alcanzaste a dimensionar su importancia en vida?
No del todo. Creo que eso pasa con muchas personas que crecen al lado de figuras así. Para mí era mi papá antes que cualquier otra cosa. Su importancia pública la fui entendiendo de manera fragmentada, en momentos muy puntuales, pero no con la dimensión completa que hoy veo.
Aún hoy, cuando la gente se emociona al conocerme, siento que todavía no termino de dimensionar quién fue él y lo que significó. Sé que fue enorme y que su obra es mi bandera, por eso me dedico a esto. Pero con el paso del tiempo entiendo que su importancia no se agota, al contrario: entre más lo leo y más lo trabajo, más grande se vuelve.
Con el tiempo, y sobre todo después de su muerte, empecé a comprender el alcance real de su obra y de su voz. Hoy lo dimensiono no desde la figura, sino desde el impacto: en la gente que lo recuerda, en las historias que siguen vivas, en la forma en que su obra sigue dialogando con el país. Esa conciencia ha llegado con los años, con la distancia y con la responsabilidad de cuidar su legado.
El día que murió, mi tía Nohora Margarita me dijo: “Tienes la satisfacción de haber tenido un papá grande”. Eso nunca se me olvida. Ahí me cayó el balde de agua: “un papá grande”. Pues sí.
¿Cómo recuerdas su muerte?
Es la experiencia más dura a la que me he enfrentado en mi vida. Cuando alguien muere de un infarto, el duelo es distinto: es inmediato, abrupto. Es pum, se murió. Yo tenía 24 años, todavía estaba estudiando. La muerte de mi papá me enfrentó de golpe a una realidad para la que no estaba preparada.
¿Recuerdas la última conversación?
Uno quisiera que la última conversación hubiera sido mágica, épica, llena de frases memorables. Pero no fue así, y creo que ahí está la verdadera magia. Fue una conversación cotidiana, práctica, casi operativa. A él le costaba mucho lo cotidiano, lo humano: pagar facturas, hacer mercado, esas cosas. Yo fui a su casa saliendo de la universidad y me dijo: “Necesito que me ayudes llevando el carro al taller”. Almorzamos y me fui. Él se fue de viaje y, cuando volvió… ya. Esa fue nuestra última conversación. Con el tiempo he entendido que no hace falta que todo sea grandioso para ser importante.
*Director de Un Río de Libros – Feria de la Lectura de Montería, y asesor general y programación Feria del Libro de Valledupar (Felva).
Paloma Sánchez, hija del escritor David Sánchez Juliao, decidió mantener viva la inmensa obra literaria de su padre.
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Por Carlos Marín Calderín











