Era casi medianoche y todos dormíamos cuando la calma fue interrumpida por ruido de vehículos e intensas luces que se metían por las rendijas de las ventanas y por debajo de las puertas. Nos levantamos ante semejante estruendo y, aunque mi papá insistía en que nos quedáramos en la cama, fue imposible cumplir la orden.
En contra de su voluntad, fuimos al patio a ver de dónde venía el alboroto. Había al menos cinco vehículos entre camiones y jeeps repletos de soldados que esa noche tomaron a Brasilia como batallón. Algunos se acomodaron en el antiguo campamento de los recolectores, colgando sus chinchorros; otros en la casona donde se guardaban herramientas, y el resto en los camiones y hasta en los pocos árboles del patio.
Esa noche mis hermanas y yo no dormimos. La curiosidad por ver a tantos hombres armados con el uniforme de pintas verdes y negras semejante a la piel del leopardo nos llevó a trazar un plan para explorar cada rincón donde se estacionó la tropa. Nos dividimos: mis hermanas iban al campamento y yo esculcaba el patio. Al día siguiente, mi papá habló en secreto con los oficiales sobre algo que harían en la noche y que nadie debía saber.
Se formaron en el patio, tomaron sus morrales y salieron rumbo al río Cesar, dejando solo a los conductores. Apenas la patrulla partió, ellos regresaron a dormir, dejando a merced de cinco pelaos necios las cajas en los camiones, de donde cada soldado recibía un paquetico que guardaba celosamente.
Fui el primero en treparme al camión, seguido de mis hermanas y las hijas del administrador. Asaltamos las raciones de la tropa: leche condensada, salchichas, galletas de soda, refrescos, avena y chocolate. Cada quien se fue a un rincón de la finca a disfrutar el botín. Con un clavo y una piedra abría las latas de leche condensada y me di un banquete con un manjar desconocido hasta entonces. Me volví adicto de inmediato. No recuerdo cuántas latas me comí; lo demás lo probaba y lo que sobraba lo enterraba para luego volver por más.
Pensábamos que nadie nos había visto, pero al caer la tarde, cuando regresaron las patrullas, uno de los encargados del rancho llegó con una caja llena de los productos robados. —Tome, doña, para que le dé a los niños, porque se ve que les gustan —dijo a mi mamá, que nos miró inquisitivamente
Esa noche nos mandaron a dormir temprano, pero la curiosidad fue más fuerte que los deseos de mi papá. El ejército le dio un uniforme pintado y una metralleta, y así salió con ellos hacia el río Cesar. El objetivo: destruir una pista clandestina de donde sacaban marimba, que resultó ser de los mismos bandoleros que días antes habían llegado a la finca como bravucones. Esa noche, la venganza de mi papá estaba consumada.
Por: Eloy Gutiérrez Anaya.











