La expresión “déjà vu” proviene del francés y significa literalmente “ya visto”. Es esa extraña sensación de haber vivido o presenciado una experiencia previamente. Lo que debería ser solo un fenómeno mental pasajero, hoy lo siento en carne viva: un ahogo, una opresión en el pecho, como si regresaran los fantasmas de una época oscura que creímos superada. Así de esa manera recibí la noticia del atentado contra la vida del joven candidato y senador Miguel Uribe Turbay. Un escalofrío familiar recorrió mi espalda. El país parece condenado a repetirse.
La historia de Colombia está marcada por una línea de sangre que parece no tener fin. El asesinato del caudillo liberal Jorge Eliécer Gaitán en 1948 desató una furia popular que arrasó con Bogotá. Fue nuestro propio incendio de Roma. Desde entonces, nos cuesta debatir con ideas: cuando el verbo no alcanza, el plomo sobra. La falta de altura moral e intelectual para enfrentar al oponente se ha traducido en una cadena interminable de odios, venganzas y armas.
La guerrilla nació como respuesta a esa violencia partidista. Luego, el paramilitarismo emergió como una supuesta solución y, como suele ocurrir con las soluciones armadas, se convirtió en otra enfermedad aÚn peor. Siempre que intentamos apagar el fuego de la violencia con más violencia, lo único que hemos hecho es alimentar la llama maldita de una guerra intestina y sin sentido.
Recuerdo con claridad los días de un Valledupar idílico, en paz. Dormíamos con las puertas abiertas, conocíamos a todos los vecinos, y el crimen más comentado podía ser un robo menor. Éramos afortunados. El aislamiento geográfico de nuestra región nos protegió durante años de la violencia política y armada que desangraba al resto del país. Mientras Colombia ardía en luchas fratricidas entre liberales y conservadores, nosotros vivíamos en una burbuja de paz. Pero todo cambió.
Valledupar dejó de ser un oasis hacia mediados de los 80. Recuerdo con horror el primer secuestro que estremeció a toda la ciudad. Fue un trauma colectivo. El crimen ya no era ajeno ni lejano. Poco a poco, nos vimos atrapados en el mismo espiral que devoraba al resto del país. Llegaron las bombas, los asesinatos selectivos, el terror cotidiano. La guerra se volvió rutina.
Hoy, con el atentado contra Miguel Uribe Turbay, siento ese déjà vu de una Colombia rota, sin respeto por la vida, donde las diferencias políticas se saldan con sangre. Miguel es, trágicamente, dos veces víctima: su madre, Diana Turbay, fue secuestrada y asesinada por el infame Pablo Escobar cuando él era apenas un niño. Hoy, vuelve a estar al borde de la muerte por alzar su voz en defensa de la democracia. ¿Hasta cuándo?, me pregunto.
Le ruego a Dios sane a Miguel por completo, y que mis hijos no tengan que vivir el mismo horror que nos tocó vivir a nosotros. Como sociedad, debemos repudiar con contundencia cualquier forma de violencia, venga de donde venga. No importa la bandera del candidato: la vida es sagrada. Respetar las diferencias es la única base real de una nación sostenible y democrática.
A quienes justifican la barbarie, les digo que ya vamos para un siglo de guerra. Las armas no han resuelto nada. La violencia solo engendra más violencia, más hambre de venganza, más sevicia y más miseria y pobreza Estamos atrapados en un eterno bucle, como una espiral infinita, que solo podrá romperse si decidimos, de una vez por todas, cambiar la historia. Al final, el cambio comienza por ti.
Por: Hernán Restrepo.












