COLUMNISTA

Correr hasta encontrarse

El running no es solo un deporte; es una forma de espiritualidad laica, un rito de fuego que talla el carácter.

Jesus Daza Castro, columnista.

Jesus Daza Castro, columnista.

Por: Jesus

@el_pilon

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Hay días en los que uno sale a correr como si huyera. De algo que no se sabe nombrar, de un peso invisible que oprime el pecho, de la rutina, del dolor, de uno mismo. Pero mientras los pasos resuenan contra el pavimento, mientras el cuerpo se sacude la inercia del cansancio, ocurre algo extraño y poderoso: uno no huye, uno se encuentra.

El running no es solo un deporte; es una forma de espiritualidad laica, un rito de fuego que talla el carácter. Correr exige voluntad cuando el cuerpo grita rendición, exige foco cuando la mente se dispersa, exige humildad cuando los kilómetros parecen burlarse. Porque aquí no se trata de vencer a otros, sino de no dejarse vencer por uno mismo. Cada amanecer conquistado, cada meta cruzada, es un poema escrito con sudor, disciplina y latidos. Correr es aprender que la libertad no es estar quieto, sino avanzar aunque duela.

A veces me preguntan qué tiene de especial correr. Y yo respondo con una imagen: un domingo cualquiera, el sol comenzando a caer sobre las calles de Valledupar, un grupo de hombres y mujeres vestidos de negro y oro avanzando como una sola voluntad, dejando atrás las dudas, las excusas, los miedos. Somos Legion Runner. Somos más que un equipo: somos una hermandad de voluntad. Para quienes no lo conocen, Legion Runner es un club de corredores nacido en Valledupar, que no solo entrena piernas, sino que moldea espíritus.

Legion ha sido para muchos —y lo ha sido para mí— un espacio donde el cuerpo se entrena, sí, pero también donde el alma se templa. No se trata solo de mejorar tiempos o llegar más lejos. Se trata de construirnos como seres humanos más firmes, más valientes, más fieles a un propósito. Es allí, entre sudor, aliento entrecortado y palabras de aliento, donde uno descubre que no está solo en la carrera de la vida. Alguien te espera en la meta, alguien corre a tu lado. Y eso es profundamente transformador.

El running no cambia la vida porque haga perder peso o liberar endorfinas —aunque lo hace—. La cambia porque nos enfrenta a nuestra versión más débil y nos obliga, paso a paso, a superarla. En un mundo de gratificación inmediata, correr nos recuerda la belleza del esfuerzo. En una época de resultados fáciles, nos devuelve el valor del trabajo silencioso, invisible, que solo da frutos a quien persevera. Y si a eso se le suma una comunidad como la que tengo el privilegio de llamar familia, entonces la transformación es total. Legion Runner, como club de corredores, no solo entrena cuerpos: forja almas.

Correr te enseña que el éxito no se mide en velocidad, sino en constancia. Que hay días luminosos donde flotas sobre el asfalto, y otros oscuros donde cada paso duele, donde solo te sostiene la fuerza del carácter. Pero incluso en esos días, sobre todo en esos días, ocurre la magia: te das cuenta de que eres más fuerte de lo que creías, más terco, más profundo. Uno aprende que resistir también es una forma de vencer.

Quienes nunca han corrido quizás no comprendan lo que significa ver amanecer desde el borde de una carretera, con los músculos tensos y el corazón desbocado, sabiendo que ese instante de fatiga y libertad absoluta no se puede comprar ni simular. Solo se gana. Solo se vive. Porque correr, cuando se vuelve parte de uno, deja de ser un deporte y se convierte en un lenguaje: el de los que caen y se levantan, de los que no se rinden, de los que se niegan a vivir en pausa.

Porque al final, correr no es solo avanzar con los pies, sino con el alma. Es un acto íntimo de rebelión contra la comodidad, una afirmación rotunda de que aún estamos vivos, dispuestos a sudar cada día por una mejor versión de nosotros mismos. El asfalto se convierte en un espejo: duro, real, sincero. Y allí, frente a uno mismo, sin testigos ni aplausos, se gesta la más noble de las batallas: la de superarse.

Nunca es tarde para comenzar, para cambiar, para sacar lo mejor de uno mismo. Solo hace falta valor para dar el primer paso, y disciplina para no detenerse. Lo demás —el progreso, la fuerza, el temple— llega solo, como premio inevitable de quien se atreve a persistir. Con coraje y constancia, cualquiera puede convertirse en una máquina: no de músculos, sino de propósito, voluntad y fuego interior.

Por Jesús Daza Castro

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