Hace unos días en medio de un foro titulado: ‘Avenida del río: ¿progreso vial o amenaza ambiental?’, organizado por estudiantes de la universidad de la ESAP, en un diálogo abierto y reflexionando sobre las consecuencias que traería consigo la licitación de la Avenida del río, un reconocido docente, investigador y arquitecto vallenato, Carlos García Aragón, lanzó una pregunta sencilla pero reveladora:
—¿Quiénes conocen la leyenda de la Doroy?
En la sala, el silencio fue absoluto. Ninguno de los asistentes supimos responder, nadie conocía qué o quién era la Doroy. Nadie parecía haber escuchado jamás el nombre de aquel ser que alguna vez habitó el imaginario popular de Valledupar. Entonces, aquel ilustre participante tomó la palabra y, con el tono de quien rescata un fragmento del alma colectiva, comenzó a relatar la leyenda olvidada de la Doroy: un mito que forma parte del folclor vallenato.
Contaban los habitantes más viejos de Valledupar que, durante los inviernos en épocas de lluvias, cuando los ríos Guatapurí, Ranchería y Badillo se desbordaban con un caudal descomunal —propio de los afluentes que descienden de la majestuosa Sierra Nevada—, en el recorrido serpenteante de estos ríos, las aguas turbulentas parecían cobrar vida y muchos aseguraban haber visto bajar de los ríos hacia el mar a una culebra tan monstruosa como mitológica: la Doroy.
Decían que su cuerpo era tan largo que quienes veían su cabeza jamás lograban ver el final de su cola. Sobre su frente, lucía una corona de cuernos; una barba espesa —como la de un chivo— adornaba su rostro, y de su garganta emergía un rugido metálico semejante al canto de los gallos. Se decía que era un sonido tan estremecedor que causaba insomnio a quien la escuchara y quien fuese testigo de ese rugir no podía dormir hasta que pasara la creciente. Además, los vallenatos de antaño creían que, si una mujer embarazada escuchaba a la Doroy, daría a luz a un macho cantor, pero el que le viera la cola cargaría con una desgracia. Una desgracia aún mayor, ocurriría cuando esta serpiente suba del mar hacia la sierra por los ríos, pues ese sería el presagio del final de los tiempos.
Aquel silencio en el foro no fue solo el olvido de una leyenda, fue el reflejo de algo más profundo: la desconexión entre Valledupar y su río, entre la memoria y el territorio. La historia de la Doroy, ese ser mitológico que emergía en tiempos de creciente para recordar la fuerza y el misterio del Guatapurí, hoy parece ser sustituida por planos, por concreto y promesas de “desarrollo vial”.
La Avenida del Río, que se presenta como una obra de progreso, avanza justamente sobre la zona donde el mito advertía respeto y prudencia. Hoy existe una amenaza de sepultar bajo el concreto el vínculo más antiguo de Valledupar, el que une a su gente con el río que le dio origen.
El olvido de la Doroy no es anecdótico: es el síntoma de una pérdida mayor, una amnesia colectiva donde antes los mayores veían con respeto a un ser legendario que emergía del agua. Hoy solo se proyecta un corredor vehicular. El río, antes sujeto de relatos y cantos vallenatos, hoy es tratado como obstáculo; su caudal, una línea que se puede desviar; su ribera, un espacio “aprovechable”.
El Plan de Ordenamiento Territorial (POT) es claro: el suelo de la ronda hídrica y la franja de protección arbórea no están destinadas a vías de alto tráfico vehicular, sino a usos de conservación, recreación pasiva y restauración ecológica. En Valledupar, la estructura ecológica principal constituye el eje ordenador del desarrollo urbano y territorial, sobre el cual se jerarquiza la planificación del espacio público y la infraestructura vial. Es la Estructura Ecológica Principal —integrada por cuencas, humedales, rondas hídricas y zonas de preservación— la columna vertebral que organiza el resto del espacio público y determina el trazado de la red vial. Este modelo jerarquiza y prioriza la base natural existente y concibe el sistema hídrico como corredor ambiental y paisajístico, que es la esencia del espíritu del Ecoparque Lineal del río Guatapurí.
Bajo el principio de precaución, toda infraestructura debe integrarse paisajísticamente, sin fragmentar la vegetación nativa, ni sustituir la función ecológica del río. En síntesis, las rondas y franjas protectoras —el espacio público natural— no son vacíos urbanizables, sino el soporte y la estructura principal del espacio público construido artificialmente, al que la malla vial debe subordinarse como complemento, nunca como sustituto.
Las excavadoras reemplazarán el papel de la antigua creciente, abriendo la tierra y desviando la memoria. El rugido mecánico de las máquinas reemplazara el canto estremecedor del monstruo legendario; el río, que alguna vez fue centro espiritual y eje ambiental de la ciudad, hoy es tratado como estorbo técnico. Su cauce se reprime, su vegetación será talada, su único humedal, el humedal Sicarare, será dragado, y su función natural será sustituida por el tráfico vial. Los gobernantes justifican el desvío del trazado con argumentos de eficiencia en movilidad y desarrollo, pero olvidan que no hay desarrollo posible cuando lo que se sacrifica es el agua, la vida de un ecosistema y el patrimonio natural de un pueblo.
Mientras la Avenida del Río se proyecta sobre el paisaje, la leyenda de la Doroy vuelve a cobrar sentido. Quizás el mito nunca se trató de una serpiente de carne y escamas, sino de otra más sutil y peligrosa: la del urbanismo desbordado y encubierto, la de la codicia disfrazada de progreso, la que serpentea por los bordes del Guatapurí buscando tragarse su verdor y su historia.
Y tal vez, cuando el río reclame su cauce y las aguas vuelvan a crecer, no sea la Doroy la que ascienda desde el mar hacia la Sierra, sino su espíritu en forma de corriente. Entonces, su movimiento ondulante arrasará lo que nunca debió existir en su territorio. En ese momento, la verdadera Doroy no será la del mito, sino la avenida misma: un monstruo de cemento que, al despertar la furia del río, terminará siendo víctima de su propia arrogancia.
Porque al final, el río siempre reclama lo que le pertenece. Y cuando lo haga, será la Avenida del Río —no la leyenda— la que se convierta en símbolo del fin: el fin de una manera de construir sin escuchar, de planificar sin recordar, de vivir a espaldas del agua que nos dio el origen.
Por: Hernando Dangond Osorio.












