El país no quería repetir lo ocurrido el 18 de agosto de 1989 con Luis Carlos Galán Sarmiento, cuando en el municipio de Soacha atentaron contra su vida y el desenlace fue fatal. Colombia no debía revivir un magnicidio como aquel, que marcó para siempre la memoria de los colombianos.
Las nuevas generaciones tenían derecho a no cargar en sus recuerdos, para el resto de sus vidas, actos salvajes que arrebatan la vida de hombres buenos a la vista de todos. Generaciones como la mía ya llevamos esa carga.
Con 39 años de edad, Miguel Uribe Turbay dejó de existir, pero, irónicamente, seguirá vivo para siempre en la memoria nacional. Lo de menos era su condición de candidato a la Presidencia de la República. Falleció un buen padre, hijo, esposo, hermano, amigo y, sobre todo, un ser humano valioso. Todo eso y más fue Miguel Uribe Turbay.
La retórica del odio lo asesinó; la violencia verbal se convirtió en violencia física. Acabaron con un hombre joven. Una vez más, la violencia triunfó. Y es un tema que no debe pasar inadvertido, sobre todo en un país donde 12 millones 672 mil personas son jóvenes, es decir, el 25% de la población.
De Miguel Uribe Turbay se percibían tres aspectos que, al menos para mí, eran notables. Primero, se mostraba como una persona madura y, a diferencia de muchos jóvenes que llegan a cargos públicos importantes, no se le veía ambicioso de poder. Tenía los pies en la tierra, tanto en su vida personal como en la pública.
Segundo, tenía actitud y preparación en su aspiración presidencial, a diferencia de otros que se lanzan sin medir la magnitud de los problemas estructurales del país y de las regiones. Y tercero, aunque la seguridad frente a la violencia era su principal bandera, comprendía que Colombia enfrentaba otras problemáticas y mostraba interés real en estudiarlas y afrontarlas.
Hoy le tocó ser víctima. Ya lo había sido antes, cuando su madre, Diana Turbay, fue asesinada. A pesar de que la tragedia de la violencia lo alcanzó desde joven, nunca se le vio victimizándose.
“Oramos por su recuperación” fue insuficiente. Es injusto, desde todo punto de vista, que a Miguel Uribe Turbay le arrebataran la vida. Uno podía coincidir o no con sus ideas, pero era innegable que era una figura joven de la política colombiana, sin escándalos ni señalamientos de corrupción. Se le reconocía disciplina, seriedad en sus argumentos y coherencia en sus posturas.
Callar su voz fue un acto ruin. ¿Acaso la gente no tiene derecho a expresar lo que piensa? No es con plomo como se combaten las ideas. El atentado y su fatal desenlace evocan épocas oscuras, cuando las balas decidían el destino de candidatos presidenciales.
Lo más grave es que Miguel no era un corrupto ni un delincuente. Era un joven que defendía posturas e ideas con convicción. Pero, como vamos, vamos mal: nuevas generaciones de colombianos siendo víctimas de la violencia; nuevos jóvenes observando, otra vez, el rostro de nuestra eterna tragedia, en un país donde muchos aún creen que todo se resuelve con violencia.
Mi sentido pésame a María Claudia, su esposa. Sus palabras, siempre sensatas y centradas en lo esencial, se enfocaron hasta el final en la recuperación de Miguel. No se pudo. Lamentablemente.
Por Quintín Quintero











