OPINIÓN

La herida verde de Valledupar

No digamos que esto es falta de cultura ciudadana. Ese término, tan usado como desgastado, ya no dice nada. Cultura hubo, y se fue.

Panorámica de Valledupar, ciudad poco competitiva.

Panorámica de Valledupar, ciudad poco competitiva.

Por: Jesus

@el_pilon

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Hubo un tiempo en que Valledupar se peinaba para salir. Se alisaba las trenzas del río Guatapurí con dedos de viento, se vestía con buganvilias y flamboyanes, y se perfumaba con la fragancia solar de los días sin afán. Era una ciudad que se sabía bonita y que, como toda belleza consciente, vivía con el decoro de quien sabe que está siendo mirada.

Pero hoy Valledupar camina despeinada. La han dejado andar con la blusa rota y los pies descalzos sobre el asfalto ardiendo. Se han olvidado de adornarla. Han confundido su historia con un vestido viejo y, lo que es más grave, han dejado que sus calles se llenen de harapos.

Porque basta ver sus separadores —sí, esos cordones urbanos que alguna vez fueron promesas de jardinería— convertidos hoy en arrabales sin nombre, cementerios de ramas secas, basureros improvisados y estaciones de olvido. Lo que debía separar la vida urbana con gracia y equilibrio, se ha convertido en una costura descuidada, sucia, grotesca, que deshila sin pudor el cuerpo de la ciudad.

¿Qué nos pasó?

No es solo negligencia. No es apenas un asunto de ornato o paisajismo. Lo que hay detrás de esas montañas de desechos que coronan las avenidas no es basura: es resignación. Es una estética del abandono. Es una manera de decirnos a nosotros mismos, sin palabras, que ya no esperamos nada de la ciudad ni de quienes la habitan.

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No digamos que esto es falta de cultura ciudadana. Ese término, tan usado como desgastado, ya no dice nada. Cultura hubo, y se fue. Se marchó hastiada, ofendida por nuestra manera de habitar sin amor. Se fue cuando permitimos que las avenidas se llenaran de avisos oxidados, cuando dejamos que los árboles se secaran sin agua ni duelo, cuando aceptamos que la basura tuviera más permanencia que el arte.

Lo que hay es una pérdida de la belleza. Y esa pérdida no es inocente.

Una ciudad fea no es solo una ciudad descuidada; es una ciudad enferma. La fealdad urbana, como el polvo sobre un retrato de familia, es síntoma de un olvido más profundo. Lo bello, en cambio, es una forma de cuidado. Cuando una ciudad se embellece, no solo se pinta: se respeta. Se afirma en su dignidad. Se reivindica a sí misma como lugar posible de la vida.

Los separadores —ese símbolo menor de la planificación vial— podrían ser jardines flotantes. Podrían ser corredores verdes que unan los barrios con hilos florales. Podrían ser espejos de civismo vegetal, murales vivos donde el musgo y la flor hagan su discurso. Pero no. Hoy son trincheras del caos. Son como costras en una piel urbana que ya no cicatriza.

¿Y qué decir de quienes gobiernan? ¿Acaso no ven? ¿No se indignan ante este deterioro que es tan visual como moral? Gobernar también es embellecer. No por vanidad, sino por ética. Porque quien embellece un lugar, está diciéndole al ciudadano que lo respeta. Que no lo deja entre ruinas. Que le da algo digno para mirar.

El poeta Rilke dijo alguna vez que la belleza es el principio de lo terrible. Quizás tenía razón. Quizás nos da miedo embellecer porque eso nos obligaría a cambiar. A comportarnos de otro modo. A dejar de vivir como si esta ciudad no fuera nuestra.

Pero es nuestra. Nos pertenece. Y, al mismo tiempo, le pertenecemos.

Valledupar necesita volver a ser bella. No por nostalgia, sino por supervivencia. Porque una ciudad fea va perdiendo su alma entre el ruido. Porque cuando todo es sucio, roto y desordenado, se vuelve difícil imaginar un mañana. Porque si no cuidamos los detalles, terminamos por acostumbrarnos a lo vulgar, a lo indeseable, a lo inhumano.

Los separadores de nuestras avenidas podrían ser el comienzo de un cambio. Podrían ser el primer gesto de reconciliación entre la ciudad y sus habitantes. No hacen falta grandes presupuestos, sino voluntad estética, un poco de vergüenza urbana y el deseo sencillo —casi infantil— de que lo que nos rodea sea hermoso.

Valledupar fue alguna vez un poema. Hoy parece un borrador arrugado. Pero aún hay manos capaces de escribir en ella versos nuevos. Aún hay quienes no se resignan a esta fealdad impuesta. Que comience por los separadores. Que vuelva la belleza, aunque sea por donde se parte el camino.

Por Jesús Daza Castro

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