La primera vez que Miguel ‘Happy’ Lora llegó a su casa después de practicar boxeo, a mediados de los años setenta, su mamá, Mercedes Escudero, le quemó la pantaloneta de ejercicios y le despedazó los guantes. Quería acabar de tajo su gusto por ese deporte, y para asustarlo y convencerlo, le recordó que él pesaba solo 45 kilos.
—Me dijo: “¿Tú estás loco? ¡Aquí no me vuelvas más con esto porque ese deporte no me gusta! ¡Ese es un deporte para gente fuerte y tú estás muy flaquito!” —recuerda Happy.
Su cara no tiene una sola cicatriz de los más de cuarenta contrincantes que enfrentó hace cuatro décadas. Recibió pocos golpes. Ese fue su secreto. En su rostro se impone, sí, la figura de su emblemático bigote, hoy entrecano, que le cubre la mitad del labio superior. Sin él, su semblante no sería el de un adulto, sino el de un chico de mirada infantil que levanta sus cejas ante las más pequeñas impresiones. Los más de 80 kilos que pesa hoy, treinta más de los de aquel Happy que ganó el campeonato mundial de boxeo la noche del 9 de agosto de 1985, no le han disminuido su agilidad, parecida a la de alguien que esquiva culebras en un camino.
En las esquinas y andenes hace amagos boxísticos con amigos o conocidos que se tropieza. En las imágenes del triunfo exhibe un pecho velludo, y la luz de los reflectores ilumina y rebautiza a un don nadie que había salido quién sabe de dónde para vencer ante millones de televidentes al mexicano Daniel Zaragoza.
Tocó el cielo.
Pero tenía una tensión grande. Muy grande.
—Soy derecho e iba a pelear contra un zurdo, que es guardia equivocada. Yo manejaba muy bien la mano izquierda peleando contra un derecho, pero con un zurdo esa mano ya no es buena como para manejar la pelea. Me incomodó en los primeros asaltos. Afortunadamente, le metí una derecha en el mentón y lo tumbé. En los entrenamientos había planeado ese golpe. En el boxeo es la mente rápida lo que vale. Brusa, mi entrenador, me decía “apúntale al mentón”, y lo intenté e intenté hasta que lo cogí y cayó. Se levantó y lo volví a tumbar en ese asalto. Ahí mi vida cambió.
Antes de entrar al boxeo amateur, Happy ya había tenido peleas callejeras. En la adolescencia, el primero en sufrir sus puños fue un panadero cercano a su casa.
—Me la tenía montada, decía que yo me las tiraba de chachito. Lo agarré a puños en plena calle, se me iba y yo lo perseguía hasta que me lo quitaron. Lo reventé todo. Ahí se le acabó el perrateo conmigo.
Sin embargo, antes que el boxeo, en esa época a Happy le interesaba el fútbol. Jugaba en una cancha que hoy quedó al lado del coliseo “Miguel ‘Happy’ Lora”. Era puntero derecho y le decían Willington Ortiz y Jairzinho, por su velocidad.
Vivía en la calle 23 con carrera 8, en Montería, en un barrio antiguo y central, en casa de su abuelo Manolo Escudero Benítez, dueño de varias fincas. El papá de Happy, Miguel Lora Gómez, abandonó a su familia: una esposa, cinco hijos, un hogar. Por eso el abuelo se los llevó a vivir con él.
Cuando Happy regresaba de jugar fútbol, se asomaba por una pared a ver practicar boxeo en el patio de la vecina familia López Castellar, que había hecho un gimnasio en el que entrenaban el Yata Durango, el Barbulito Zuluaga y Lucho Zúñiga. Un día vio de cerca cómo guanteaban y quiso hacer lo mismo.
—Me puse los guantes y todos empezaron a decir: “Mira, Happy parece un boxeador profesional”, “mira cómo le pega al sand bag”, “¡cómo brinca a la sombra!”. Mis amigos me organizaron las primeras peleas y las gané.
El apodo ‘Happy’ se lo puso una tía cuando era niño, porque siempre lo veía brincar de un lado a otro, muy feliz.
Piedad Malluk, la esposa de Happy, dice que él le ha enseñado varias cosas.
—¿Como cuáles? —le pregunto.
—Cuando iba a pelear por el título con Zaragoza, se le metió que él tenía que mostrar en Miami el sombrero vueltiao. Yo me opuse, le dije “no, Happy, ese sombrero es muy corroncho, no me hagas pasar esa vergüenza, mira que esos gringos no saben nada de ese sombrero”. Y él me decía que sí lo iba a lucir cuando ganara la pelea. Y fíjate, él fue el primero en lucir el sombrero vueltiao con orgullo a nivel mundial. No se dejó convencer ni de mí, que soy su esposa. Hoy no pienso lo mismo del sombrero, por supuesto.
Raúl Porto Cabrales, experto en boxeo, dice que Happy era un estilista consumado. No desperdiciaba los golpes. En esa precisión era donde él marcaba la diferencia. “Cuando uno revisa su récord, se da cuenta de que casi el 50 % de sus peleas las ganó por nocaut. Llamaba mucho la atención esa flexibilidad que tenía para mover el tronco. Tenía una inmensa capacidad de improvisación, algo poco común en los boxeadores. Era astuto y a veces tenía un boxeo un poco clásico y otras, intuitivo”, explica.
El gozo visual lo producía su delgada silueta corporal en movimiento libre, como el vaivén de la pluma que cae y el zigzag de su defensa que ridiculizaba al contrincante que le tiraba y tiraba sin éxito. Su figura era vaporosa al escabullirse: eludía el ataque y sonreía. Pero cuando resolvía ametrallar al rival que en mala hora dejó agarrarse por uno de sus ganchos de izquierda o un cruzado de derecha, esa figura era concluyente. Entonces, el sinuano prendía motores y sus golpes producían gritos de emoción en todo un país.
Para descansar, Happy se iba contra las cuerdas y bajaba la guardia, se paraba. Ahí era cuando su entrenador lo regañaba, porque quedaba expuesto a un mamonazo en la mandíbula. “Eso me ocasionó mucho susto a mí y a Colombia. Sin embargo, eso era lo que lo hacía grande”, dice Tutico Zabala, hijo de Tuto Zabala, apoderado de Happy.
Pero nada de mamonazos. Su astucia le hacía esconder su ‘veneno’ en esa aparente irresponsabilidad deportiva. Era una trampa, porque después salía entero y con la mente clara. Su concisión en el ataque al no desperdiciar golpes, su exactitud y la fuerza expresiva de su rostro como diciendo “tranquilos, aquí no ha pasado nada”, lo tatuaron en la memoria de quienes lo vieron pelear.
El periodista Eugenio Baena, uno de sus mejores amigos, recuerda: “A mí me hacía sufrir mucho. Yo le gritaba ‘¡Gira, Happy, gira!’, y él lo que hacía era retroceder. El drama de los inteligentes es que se quieren lucir. Él era impenetrable. Se ponía de una manera tan rara que no le llegaban. Yo sufría porque sabía que le podían dar un golpe que lo sacara de circulación. Los golpes le pasaban tan cerca, a milímetros, que él se abanicaba, y con su plasticidad se llevaba los aplausos”.
—Mi movimiento de cintura no me lo enseñó nadie, nació conmigo —explica Happy—. Eso y la rapidez mental. Lo perfeccioné viendo los pasos laterales de Muhammad Ali, el bolo punch, el jab y sus movimientos rápidos a pesar de ser un peso pesado. Admiré también a Mantequilla Nápoles, a Alexis Argüello y a Sugar Ray Leonard, que es lo mejor que yo he visto. Tenía una gran velocidad, era muy inteligente, veloz de manos y de piernas.
Su mejor golpe, el gancho de izquierda, era sorpresivo. En el ring imponía el camino e improvisaba. Pedro Vanegas Cassiani fue uno de sus primeros preparadores: “Desesperaba al rival. Era 70 % defensa y 30 % ofensiva. Se ponía para que el otro le tirara y no le daba, y cuando bajaba las manos era peor, porque el otro le pegaba menos. Tenía una gran velocidad para esquivar”. A Happy le tiraban seis golpes y le pegaban uno o dos; él tiraba tres y pegaba dos. Por eso siempre se veía como ganador.
Happy dice:
—Me levanto todos los días con mucho optimismo, y cuando salgo, en la esquina le pregunto a un señor “¿Qué dirección busca?”; al de la tienda le digo “¿Cómo amaneciste, mijo?”; al taxista lo saludo con efusividad; le doy un billetico al que anda jodido. A mi apartamento siempre va gente a pedirme cosas: “Happy, ayúdame con esta fórmula”; “Happy, regálame una camisa”; “Happy, ¿no tienes un par de zapatos viejos por ahí que ya no te pongas?”. Desde que gané el título la gente me pide ayuda… unos para comprar unas medicinas y otros hasta para pagar el recibo de la luz. ¿Y por qué lo hacen? Porque yo soy de todo el mundo.
—Tu primera defensa con Wilfredo Vásquez, de Puerto Rico, fue dura —le digo.
—El golpe más duro que a mí me pegaron en mi carrera me lo dio Wilfredo Vásquez, en el malar derecho; enseguida se me durmió media cara. Yo pensaba “este tipo me desencajó el cerebro, ¡Dios mío!”, porque me tocaba la cara con el guante y no sentía nada. Ese golpe fue muy fuerte, me fracturó el malar y mi ojo derecho terminó muy hinchado. Fue mi pelea más difícil.
La historia de Happy no termina en la droga ni el licor. Recibió una buena educación de su mamá y abuelo y no se dejó pegar mucho en la cabeza. Eugenio Baena dice: “su cerebro ha permanecido bien, sin ninguna conmoción. Por lo regular, algunos boxeadores desvarían un poco por algún golpe. Además, cuando provienen de cunas demasiado pobres, al llegar a la gloria se enferman y dilapidan todo lo ganado”.
—¿Cómo es él en la casa? —le pregunto a Piedad, su esposa.
—Hay días que se levanta muy temprano, se va para el balcón y dice “¡qué día más heeerrrrrmoso!”. Yo me he preguntado varias veces “¿qué le verá de hermoso?”. Eso se volvió un reto para mí… enseguida recapacito y le veo la belleza: qué más que la vida de nuestros hijos, el cariño que la gente le tiene a Happy.
En la calle 30, por donde caminamos, lo detiene un vendedor de productos de cocina. “Cómprate esta, Happy”, le dice el hombre y le muestra un hacha pequeña de filo brillante, “para ti, que te gusta la pelea”. Rieron los dos, y también Piedad.
Desde los carros le pitan varias veces al verlo pasar. En una esquina un hombre le pregunta “¿Cómo estás, Happy?”. En la puerta de un almacén una vendedora le dice a otra “Mira, ahí va el Happy”. “¡Firme, campeón!”, le dice un conocido y él le choca el puño mientras le responde “Salúdame a tu papá”. Happy por aquí, Happy por allá. “Mira, ¿dónde anda tu esposo?, no lo he vuelto a ver”, le pregunta él a una señora.
Happy tiene que ser feliz siempre. No le ha sido dado el lujo de la soledad, y, públicamente, menos el de la introspección. Piedad recuerda qué dice la gente cuando él no saluda en la calle porque va pensativo: “¡Happy!, ¿qué te pasa?… ¡tú no eres así!”.
—¿Eres feliz, campeón? —le pregunto.
—Sí, porque soy sietemesino, champion. Mi mamá me daba los alimentos exprimiendo un algodón en mis labios para que viviera. Casi no vivo. Estoy agradecido con Dios y con la vida. Por eso sonrío.
Por: Carlos Marín Calderín.











