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Algo se muere en mí todos los días

Así lo dijo un poeta… y hoy lo confirmo con una certeza que pesa: han muerto tantos amigos en tan poco tiempo que el alma ya no alcanza a asimilar tanto dolor acumulado. Hay pérdidas que no se lloran de inmediato; se sedimentan en el pecho y nos cambian la respiración. ¡El tiempo destruye la historia y con la muerte se borran los rastros!

WEB-Murió Jaime Calderón Brugés, exregistrador nacional y dirigente del Partido Conservador.

WEB-Murió Jaime Calderón Brugés, exregistrador nacional y dirigente del Partido Conservador.

Por: Fausto

@el_pilon

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Así lo dijo un poeta… y hoy lo confirmo con una certeza que pesa: han muerto tantos amigos en tan poco tiempo que el alma ya no alcanza a asimilar tanto dolor acumulado. Hay pérdidas que no se lloran de inmediato; se sedimentan en el pecho y nos cambian la respiración. ¡El tiempo destruye la historia y con la muerte se borran los rastros!

El placer y el dolor tienen los mismos matices en cualquier lugar del mundo, pero es el dolor el que deja huella más profunda, porque detiene el futuro, lo interrumpe. En la Provincia —nuestro pequeño universo— la muerte nos vuelve más solidarios que cualquier alegría. Tal vez porque desde niños aprendimos a honrar a los muertos, a quererlos, aunque sea por un instante final, a respetarlos por haber sido parte de nuestra cotidianidad: amigos entrañables, familiares queridos, rostros que hicieron de la vida un acto compartido. Así, sin notarlo, terminamos siendo una sola comunidad: la familia.

La familia del Valledupar de antes, aquella donde la brisa caminaba libre y nadie hablaba de peregrinaciones de muertos; donde la solidaridad se repartía como el pan sobre la mesa y las bendiciones andaban sueltas por las calles, bajo el amparo de Dios. Ese Dios que nos concede la vida y que también, por designios que no entendemos, nos la retira: a veces con la fortuna de haber cumplido una misión; otras, con el infortunio de partir sin haberla terminado.

Hoy ha fallecido un amigo más, Jaime Calderón Brugés, como ayer partieron otros. Jaime se va con la serenidad de quien caminó bien su camino, con dignidad y altura. 

Para vivir como él vivió bastó un privilegio esencial: una buena mujer a su lado. Leonor, su esposa discreta y firme, supo calmar la euforia en la dicha y sostener la serenidad en el duelo. Junto a sus hijos, deja la marca indeleble de la grandeza familiar y de la nobleza del corazón.

No hace muchos días murieron otros, casi coetáneos, y duele más porque la muerte nos acerca un espejo incómodo: el de nuestro propio destino. Cada día le pido al Señor que las cartas finales no estén marcadas, porque la fragilidad del hombre no se revela tanto en el miedo a morir, sino en el temor a quedarse solo, a perder el sostén humano que nos ayudó siempre a resistir la vida.

Hasta pronto, mi amigo Jaime. Y si al sentir la última palada de tierra que cubra tu ataúd puedes hablarle a Dios, dile que esté alerta. Que recuerde que algunos de sus hijos, extraviados y desesperados, podrían oprimir el botón atómico final por no haber sabido vivir bajo sus preceptos ni bajo las normas humanas. Pero recuérdale también que aún hay tiempo: tiempo para restaurar las emociones, para recomponer la sensibilidad social, para anclarnos a esa inmortalidad que predica su Iglesia —la tuya, la mía, la de todos— cuando se funda en la compasión, la memoria y el amor al otro.

Que esa sensibilidad sea el vehículo más rápido hacia la vida eterna, no como promesa lejana, sino como ciclo cumplido de lo verdaderamente humano.

Que el Señor esté contigo. Amén. Y buen viaje.

Por: Fausto Cotes N.

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