OPINIÓN

Velorio bajo un cielo dividido

Miguel Uribe Turbay no fue una figura unánime, pero ninguna lo es en democracia. Representó un sector, defendió unas ideas, y eso, en teoría, es parte de la riqueza del juego democrático.

Jesus Daza Castro, columnista.

Jesus Daza Castro, columnista.

Por: Jesus

@el_pilon

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La muerte de Miguel Uribe Turbay llegó como esas tormentas que sorprenden a mediodía: sin anuncio suficiente, con un trueno que rompe la rutina y obliga a mirar el cielo. Un hombre joven, senador, precandidato presidencial, de pronto ya no está; y lo que debería ser un instante de pausa y recogimiento se convierte, en Colombia, en un nuevo episodio de fuego cruzado verbal.

No es un fenómeno nuevo, pero duele constatarlo. Pareciera que en esta nación hemos perdido la capacidad de concederle a la muerte un territorio neutral. Ni siquiera el silencio, que alguna vez fue signo de respeto, logra imponerse. Apenas se conoce la noticia, las trincheras se reactivan: unos celebran, otros atacan, otros se defienden. El duelo se fragmenta, se contamina, y lo que pudo ser comunión se transforma en campo de batalla.

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Y sin embargo, en medio de ese ruido, hay quienes sentimos que algo más profundo se está perdiendo. Que la política, degradada a una disputa perpetua, ya no reconoce que antes de adversarios somos compatriotas; que por encima de las ideas y las banderas hay una condición común que debería ser sagrada: la de seres humanos que comparten un mismo suelo, un mismo tiempo, una misma historia.

Miguel Uribe Turbay no fue una figura unánime, pero ninguna lo es en democracia. Representó un sector, defendió unas ideas, y eso, en teoría, es parte de la riqueza del juego democrático. Pero en este país, esa pluralidad parece haberse convertido en combustible para el odio. Su partida pudo haber sido la excusa para recordarnos que las diferencias no nos despojan de humanidad. Pudo, pero no fue.

Recuerdo un viejo proverbio que dice: El que no conoce su historia está condenado a repetirla. A estas alturas, temo que no es el desconocimiento lo que nos condena, sino una obstinación por revivirla. Las generaciones que crecimos escuchando relatos de guerra, magnicidios y persecuciones políticas, hoy vemos que las lecciones que creímos aprendidas se desvanecen. No hemos desarmado las palabras; al contrario, las hemos afilado.

En este escenario, quienes estamos en el medio —ese territorio difuso, invisible para los extremos— nos sentimos como guardianes de una llama frágil. Queremos un país donde el disenso no sea guerra y donde la historia deje de repetirse como tragedia. Queremos hablar con el otro sin tener que gritar, disentir sin tener que destruir. Queremos construir, aunque parezca ingenuo.

Pero ser del medio no significa tibieza. Significa resistir la tentación de deshumanizar al adversario. Significa sostener que la nación se levanta con la suma de voces, no con la exclusión sistemática de unas. Significa, en días como este, tener el valor de guardar silencio ante la muerte, y luego hablar para tender puentes.

La muerte de Miguel Uribe Turbay es también un espejo. Nos obliga a mirarnos y reconocer que algo se ha quebrado en nuestra manera de entender la política y, quizá, la convivencia misma. No es un espejo cómodo; muestra las cicatrices del odio heredado y las nuevas heridas que nos infligimos sin descanso.

Tal vez no podamos cambiarlo todo de inmediato. Tal vez este país seguirá siendo, por un tiempo, un velorio bajo un cielo dividido. Pero incluso ahí, bajo ese cielo, todavía hay espacio para quienes creemos que las palabras pueden sembrar y no solo herir. Que el duelo puede ser un terreno fértil para la reflexión, y que en medio de la tormenta siempre habrá quienes, aunque pocos, intenten encender luces.

Porque si no lo hacemos nosotros —los que aún creemos en un futuro donde la diferencia sea riqueza—, ¿quién lo hará?

Por Jesus Daza Castro, columnista.

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