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40 años después, una vallenata revive el dolor de la tragedia de Armero

Cecilia Luque Soto, una vallenata marcada por el desastre de Armero, 40 años después de la tragedia: memoria, supervivencia y el impacto en Valledupar y el Cesar tras la avalancha que cambió la historia de Colombia.

Entre fotos sepia y recortes de periódico, Cecilia Luque Soto reconstruye la memoria del desastre de Armero desde la intimidad de su hogar. Foto: Jesús Ochoa.
Una ola de 7 metro de barro, cenizas y cuerpos en descomposición quedó de Armero. Foto: Jesús Ochoa.
Cecilia y Ana Luque, sonrientes en la fiesta de Halloween de 1985, la última foto juntas antes de la tragedia de Armero.
Una ola de 7 metro de barro, cenizas y cuerpos en descomposición quedó de Armero. Foto: Jesús Ochoa.
Fotos del Nevado del Ruiz en noviembre de 1985 conservadas por Cecilia Luque. Foto: Jesús Ochoa.
Sobre camillas y bajo mantas, los llamados “monstruos de barro” llegaban al hospital cubiertos de ceniza. Foto: Jesús Ochoa.
Por: Katlin

@Katlin Navarro Luna

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La mañana del 13 de noviembre de 1985, Cecilia Luque Soto estaba a poco más de 800 kilómetros de Valledupar, justo en Honda, Tolima, sumida en rutinas universitarias y ajena a la avalancha que borraría a Armero del mapa colombiano. 

Esa distancia, equivalente a cinco idas y vueltas entre Valledupar y Riohacha, representaba mucho más que kilómetros: era el abismo entre la normalidad y la tragedia.

Protocolo, algodón y raíces vallenatas

Cecilia llegó a Honda siguiendo las huellas de la bonanza algodonera que, durante los setenta y ochenta, transformó la vida económica del Cesar y del Tolima. En 1975, el Cesar produjo más de 150.000 hectáreas de algodón, contribuyendo al auge agrario y urbano. “Todas las amigas mías se casaron con agrónomos en esa época, época de algodón“, recuerda. Su rumbo, marcado por contratos y vínculos familiares, la llevó lejos del Cesar pero nunca de su identidad vallenata.

La bonanza algodonera atrajo a ingenieros y pilotos, creando comunidades móviles entre el Cesar y Tolima, donde Cecilia y su hermana Ana Luque de España —la otra protagonista de esta historia— hallaron nuevas vidas, trabajos y desafíos, sin sospechar que el volcán Ruiz cambiaría el destino de miles.

“Una ola de 7 metros se llevó todo”: el desastre de Armero

Los días se deslizaban entre la rutina laboral y los fines de semana compartidos en el club campestre de Armero, donde la vida parecía intocable. Cecilia visitaba a su hermana Ana con frecuencia; juntas disfrutaban largas charlas con amigos y vecinos en un ambiente de camaradería que prometía para toda la vida. La noche del 31 de octubre de 1985, ambas asistieron, jóvenes y alegres, a la fiesta de Halloween: Cecilia lucía un disfraz de mujer guajira y Ana emanaba elegancia vestida como dama antigua. Aquella imagen, capturada en una fotografía, se convertiría en el último retrato de su felicidad antes de la tragedia.

Cecilia relató que su hermana Ana, ante las advertencias sobre una posible avalancha, mostró un gran neumático como parte de un improvisado plan de escape. Según sus palabras: “Mi hermana me mostró un neumático gigante y, como decían que lo que iba a venir era agua, pensaban subirse al neumático y dejarse llevar río abajo, creyendo que así podrían salvarse”.

La incredulidad sobre la magnitud real del desastre como la creatividad ingenua con la que algunos habitantes intentaron prepararse ante lo desconocido. Sin embargo, Cecilia agrega que nadie —ni su hermana ni los vecinos— imaginó el verdadero tamaño ni la devastación que causaría la avalancha. Ana y quienes la acompañaban fueron sorprendidas por el desastre mientras jugaban cartas en el club, sin tiempo real para poner en práctica cualquier intento de escape.

La noche del 13 de noviembre de 1985, casi nadie le prestó atención a las advertencias sobre el volcán. “Nosotros ocupados con tanto alumno, ¡qué bolas le iba a parar a eso! El gobierno no fue… Ni la autoridad se hizo presente”, afirma Cecilia, docente universitaria. Apenas unos estudiantes de la Universidad Nacional, jóvenes geólogos, intentaron alertar a los niños de las escuelas, incluídos sus hijos que cursaban la primaria.

A las 3 de la mañana, la naturaleza cobró la factura: “Abrimos la puerta y vimos algo dantesco. Cientos de personas caminando por la calle tapadas con sábanas, toallas para que no les cayera tierra”. La avalancha de lodo y cenizas, de siete metros de alto, arrasó barrios completos. El club donde Ana jugaba cartas quedó sepultado. Apenas unas amigas lograron salir corriendo; Ana y decenas no. “La avalancha tenía 7 metros de alto… Siete. Una montaña de barro y cenizas, ¿quién se salvaba?”.

Entre escombros, ceniza y recuerdos

La devastación no solo fue material, fue humana. Ana, 70 alumnos de Armero, amigos de juergas y familia elegida. Personas que nunca más pudieron ser hallados e identificados, contabilizó la “Dama del Protocolo”. Las calles, las casas, el hospital San Lorenzo —un símbolo de la ciudad— quedaron reducidos a escombros y silencio.

Cecilia y sus hijos, al igual que otros habitantes de Honda, vieron como el río Magdalena traía colchones, neveras y cadáveres río abajo. “Toda la gente en la ribera terminó arrasada. El agua subió siete metros”. Un toro aterrorizado fue arrastrado por las aguas y asustó a los habitantes de Honda.

De la ayuda humanitaria al silencio del Campo Santo

En medio del caos, Cecilia fue voluntaria; ayudó a bajar cuerpos cubiertos de ceniza, a repartir avena en el hospital, y a organizar bodegas comunales con comida y ropa para los damnificados. “El gentío tumbaba la puerta. Necesitaban arroz, comida. Yo abrí y entró todo el mundo corriendo. Pero había que solucionar el problema rápido”, el problema del hambre, la necesidad y los “monstruos de barro”, nombre con los que bautizó Cecilia a los cientos de personas que llegaban sin otra cosa puesta que barro y cenizas.

Tras el desastre, Cecilia y su familia hallaron refugio en Valledupar, donde la solidaridad de la comunidad y el apoyo institucional les abrieron espacio para comenzar de nuevo. “Me dieron empleo en el Sena y a mi esposo en Comfacesar. Pero el dolor no se supera, sólo se transforma”, reflexiona Cecilia, señalando que el desastre dejó huellas profundas en su historia familiar. La tragedia incluso influenció las decisiones de sus hijos: uno de ellos eligió la geología como carrera y planea volver algún día al lugar donde solía visitar a su tía, buscando respuestas entre las ruinas y recuerdos. Con su llegada, la familia Luque Soto tejió nuevos vínculos en el Cesar.

Armero hoy: memoria y abandono 

Hoy, Armero es un cementerio. “Veinte años después, fuimos a poner una lápida donde alguna vez estuvo la casa de mi hermana”, dice Cecilia, quien regresó a los playones, buscando las bases que quedaron del hospital de Armero porque justo detrás estarían las baldosas rojas, donde alguna vez estuvo la casa de Ana. “Fuimos y levantamos la tumba. Armero es un cementerio… Está descuidado, el monte ha crecido y la atmósfera es pesada”. Nadie olvida —ni pueden hacerlo quienes han sentido la energía de ese lugar donde murieron más de 23 mil personas.

Para Cecilia, su vida cambió para siempre, junto con miles de otras familias entre el Cesar y el Tolima, en una Colombia que aprendió a convivir con el recuerdo y el silencio de los ausentes. “No soy damnificada, soy afectada”, afirma. No ha vuelto a Armero después de que la última vez que visitó no la dejaron, incluso, entrar a los puestos de tumba de su hermana por la presencia de un séquito presidencial, hace veinte años.

Según cifras oficiales y testimonios, Armero se transformó en símbolo nacional de la vulnerabilidad frente a desastres naturales, de la lentitud estatal y del poder devastador de la naturaleza. Más de 23.000 muertos y una comunidad desplazada: muchos, como Cecilia, no son damnificados directos, son afectados permanentes.

En Valledupar y el Cesar, la bonanza algodonera se agotó, pero la migración y los lazos formados durante ese ciclo económico continúan como parte de su identidad. El desastre de Armero y la experiencia de las vallenatas afectadas están en el relato de familias, en la documentación y en la memoria colectiva.

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