En el Caribe colombiano, cuando suena un tambor, no solo se escuchan melodías; su sonido es identidad, resistencia, alegría y vitalidad. Sin embargo, en el municipio de Chimichagua, zona centro del departamento del Cesar, tierra natal de tambores, hace más de siete años que esas melodías se apagaron.
El Festival de Danzas y Tamboras, “Chimichagua danza por la paz de Colombia”, declarado patrimonio cultural del departamento del Cesar, parece tener cada día menos importancia. Desde el año 2019 no hay registro de la realización del evento y, desde entonces, cada finales de junio e inicios de julio, los recuerdos del Festival de Danzas y Tamboras vuelven al pensamiento de quienes disfrutaban de este momento y se desvanecen como las llamas cuando acaba su furia.
¿Por qué un evento tan importante para el pueblo y la región, que se fundó en el año 1979 y logró llevar a un pequeño pueblo del Cesar diversos bailes y cantos tradicionales de un país entero, desaparece fácilmente sin explicación ni preocupación alguna?
La idea no surgió para hacer un simple espectáculo de atractivo turístico; fue la materialización a gran escala de lo que es la tradición viva de un pueblo. La tambora, palabra policémica que representa el baile de tambora, el canto de la tambora, la tambora como género musical y la tambora como instrumento musical.
Teovaldo Cervantes hace casi cinco décadas se propuso con empeño ejecutar la primera versión de este evento, que fue consolidado en junio de 1997, y con el tiempo, cada mes de junio las calles del pueblo se convertían en una pasarela de colores, polleras y tambores. Concursos como el de “La más bonita y mejor bailadora”, organizado por el periodista Juan Rincón Vanegas, canciones inéditas, riquezas folclóricas y homenajes a cultores como Trino Flore Salas fueron pieza clave para obtener el reconocimiento de patrimonio cultural otorgado por la Gobernación, reconociendo la capacidad de difundir y conservar un folclor que trasciende fronteras. Eso no eran tres noches de fiesta, era una escuela viva de cohesión social y memoria.
Con su última versión, año 2019, y homenaje a “las cuchi barbies”, el repicar del tambor cesó; después de esto, las razones de su ausencia fueron varias: pandemia, la falta de financiación departamental y municipal, el desánimo, desaparición de la junta directiva y otras prioridades en las administraciones locales. Pero lo más grave es la indiferencia colectiva; ni propios ni visitantes parecen haber reclamado con tanta fuerza la realización de esta fiesta.
Cuando un evento como este desaparece, se fracturan y caen las bases que lo sostienen; se torna un ambiente oscuro para los adultos mayores que impartían su conocimiento y sabiduría en estas artes, los grupos juveniles o infantiles de danza pierden un escenario para mostrarse y los artesanos que en esos días lograban recolectar más rápido lo de su mes de sustento. Los hoteles, la gastronomía y el transporte también caen. Pero el golpe más duro se siente en la identidad cultural del territorio.
Las generaciones del presente están creciendo sin la experiencia directa de vivir un patrimonio que debería ser orgullo para todos. Desaparece el sentido de pertenencia y lo que no se ve ni se quiere, se olvida. En un territorio enmarcado por el desempleo constante, donde la cultura puede ser un pilar fundamental, se apaga la última llamada de esperanza en silencio, y darse cuenta de esto es realmente doloroso.
Recuperar esta tradición no debe ser una nostalgia romántica; se trata de una emergencia cultural. El departamento, como el municipio, deben con prontitud enfocarse en recuperar este patrimonio inmaterial, pero como población también poseemos la responsabilidad de generar movimientos y estrategias que nos devuelvan el festival, porque caminos para emprender hay: alianzas con el Ministerio de Cultura, campañas de voluntariado, alianzas con universidades que quieran investigar o formar bailarines. Lo que falta es voluntad política y presión social. En Chimichagua dicen que la Ciénaga guarda secretos en su encanto; tal vez ahí, bajo la superficie, retumben los golpes de los tambores que por muchos años hicieron vibrar a un pueblo entero, pero eso no basta; la memoria no puede depender del constante cambio en las mareas. Si dejamos que el festival se muera, estaríamos permitiendo que una parte de la escénica de la cultura de Colombia se vaya con él. Después de siete años, es tiempo de revivir, ¿o será que el señor Luis Cadena Morales tenía razón cuando en su inspiración pronunció: “¿Será que muere la tambora con su melodía divina, y se está quedando sola la depresión mompocina”?
Por Estefanía Villarreal Jiménez











