Entre las cercanías del Cesar y los ecos del miedo, entre 1998 y 2005, decenas de policías de base, patrulleros y suboficiales fueron víctimas de una guerra que parecía no tener final. Muchos enfrentaron el conflicto armado lejos de su hogar. Vivían entre atentados, amenazas, hostigamientos constantes y caminos minados. En medio de una guerra sin tregua, servían en condiciones extremas, limitados por las propias leyes que les impedían responder como combatientes.
Hoy, desde el retiro, recuerdan los años en que servir a la nación significaba sobrevivir entre la agonía y la ausencia familiar. Sus testimonios, reunidos en el estudio Voces Olvidadas: cómo vivieron los policías el conflicto en el departamento del Cesar, revelan una historia de sacrificio y abandono institucional que reclama un lugar en la memoria del país.
Blancos en medio del fuego
Uno de esos testigos resume en una frase la contradicción que marcó a su generación: “Éramos blancos quietos en medio del fuego cruzado, atados de manos por la misma ley que juramos proteger.”
No es una metáfora: son recuerdos de explosiones, tomas guerrilleras y compañeros que murieron mientras la norma dictaba no disparar ni abandonar el puesto, bajo riesgo de sanción.
Dos testimonios centrales, recogidos con consentimiento y preservando su anonimato, reconstruyen episodios contundentes: el atentado a la Caja Agraria de Manaure (1998) y la toma guerrillera de Pueblo Bello (1999). En ambos, los policías narran escenas de horror y decisiones impuestas desde fuera: órdenes burocráticas, amenazas de sanción y la impotencia de no poder reaccionar para salvarse o salvar a un compañero.
Servir en tiempos de guerra
A finales de los años noventa, el departamento del Cesar fue uno de los territorios más golpeados por la violencia. Los uniformados de la Policía Nacional vivieron en carne propia esa danza macabra de la vida y la muerte, en cada enfrentamiento entre guerrillas, paramilitares y otros grupos subversivos que se disputaban el control del territorio.
Un intendente perteneciente a la reserva activa de la Policía recuerda aquellos años cargados de nostalgias y orgullo. “El país estaba pasando por una crisis fuerte, había vías que ya no se podían usar y el trabajo policial era muy complejo. Uno se adaptaba al reto, pero con el tiempo entendía que estaba jugando con la vida todos los días.”
Meses después de su llegada al departamento, vivió su primer atentado. Un grupo armado atacó una entidad bancaria del municipio donde estaba asignado. “Esa noche no dormimos. Pensábamos que iban a venir por nosotros. Al otro día, encontramos una amenaza de campo minado. Eso te cambia por dentro.”
Durante 25 años, sirvió en distintas zonas rurales y urbanas del Cesar. Aunque nunca fue herido, asegura que las secuelas no siempre son visibles. “El conflicto lo marca a uno. Antes era una persona, después otra. Perdí tiempo con mis hijos, con mi madre, con la familia. Me perdí conciertos, cumpleaños, todo… pero servir era mi deber.”
Con el paso del tiempo, encontró consuelo en el propósito de su vocación. “Aprendí que ser policía es servir a los demás. Desde que entendí eso, me enamoré de mi profesión.”
Montañas que guardan el silencio del combate
Ese patrullero, quien al momento estaba laborando en el Cesar, recuerda su llegada al departamento en 1998 como un cambio radical. “Venía de una región pacífica y llegué a un lugar donde se vivían tomas guerrilleras, atentados, explosiones. Fue un impacto enorme.”
En 1999, apenas un año después de llegar al César y de haber salido de la escuela de policía, sobrevivió a una toma subversiva en el municipio de Pueblo Bello. “Hubo compañeros heridos y muertos. No había comunicación ni apoyo. Uno solo pensaba en resistir.”
La violencia, dice, no solo se vivía en los operativos, sino también en los hogares. “Había fechas en las que no podíamos estar con la familia. No sabíamos si el viaje de regreso sería seguro. Con el tiempo uno se adapta, pero no olvida.”
Aprendió que la clave del servicio está en la empatía con la comunidad. “Un buen ciudadano puede salvarte la vida. Por eso hay que atender con respeto, con humanidad. El conflicto te enseña que el uniforme no te hace menos vulnerable.”
La familia también resistió
El impacto del conflicto no solo lo vivieron los uniformados, sino también sus familias. Un hijo de un miembro retirado de la Policía recuerda con voz firme los años de miedo e incertidumbre. “Tuvimos la oportunidad de vivir en la misma ciudad, pero por la situación de orden público ni siquiera podíamos saludarlo. Mi papá podía estar haciendo un puesto de control, y para nosotros era un desconocido más.”
Creció entre patrullas y noticias de atentados. La distancia emocional era inevitable. “Nosotros crecimos dentro del conflicto. Siempre había miedo, uno no sabía si esa persona que veías en la calle podía hacer daño.”
La angustia de perder a su padre era una sombra constante. “Había destinos peores que la muerte. Muchos hijos de policías ya sabían que su papá descansaba, pero uno vivía esperando que llegara la bandera a la casa. Era un miedo diario.”
Su testimonio refleja una verdad poco contada: el conflicto armado no solo afectó a quienes empuñaron las armas, sino también a los hogares que los esperaban.
Entre el silencio y la memoria
Hablar de la violencia en el Cesar es hablar de una herida profunda que aún no cicatriza. Según la Comisión de la Verdad, entre 1985 y 2018 se reportaron 16.728 homicidios relacionados con el conflicto armado en el departamento, lo que representa el 3,7 % del total nacional. Además, el Centro Nacional de Memoria Histórica documenta más de 18.000 víctimas civiles de violaciones graves a los derechos humanos, y el Registro Único de Víctimas registra cerca de 382.000 personas afectadas por distintos hechos de guerra.
Pero esas cifras no lo cuentan todo. Detrás de ellas hay historias de policías que resistieron emboscadas, secuestros y pérdidas que marcaron su vida para siempre. Sus testimonios revelan una deuda pendiente con la memoria nacional: pocas veces se les reconocía como parte de esas víctimas invisibles que también sufrieron el conflicto armado.
Cuando la ley recuerda las voces
La reciente Ley 2421 de 2024 introdujo una modificación significativa a la Ley de Víctimas en Colombia, al reconocer oficialmente a los miembros de la Fuerza Pública —policías y militares— como víctimas del conflicto armado.
Este avance normativo representa un paso hacia la reparación simbólica y jurídica de quienes, durante años, quedaron por fuera del relato institucional del dolor.
Aunque la ley no puede devolver lo perdido, sí abre la posibilidad de reconstruir una memoria más completa, en la que también se escuchen las voces de quienes sirvieron en medio del fuego.
Lo que calla el olvido, lo cuentan las voces
El proyecto “Voces Olvidadas” busca rescatar sus historias, no para glorificar la guerra, sino para comprender sus heridas y reconocer su humanidad. “Nosotros también tenemos memoria”, dice uno de ellos mirando al horizonte.
Detrás del uniforme estuvieron padres ausentes, hijos temerosos y familias fragmentadas por la dinámica que la situación de orden público los obligó a vivir. Recordarlos es un acto de justicia con quienes sirvieron en silencio; con quienes fueron héroes anónimos, dispuestos a dar la vida por un desconocido, por una patria que los olvida, por una soberanía que los silencia, en una guerra que aún deja ecos.
Porque en la historia del Cesar, las voces olvidadas también merecen ser escuchadas y recordadas.
Por el equipo investigador de Voces Olvidadas: Laura Socarraz, Diego Guerra y Mariana Durán, estudiantes de Comunicación Social de la Fundación Universitaria del Área Andina











