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Cultura - 23 abril, 2014

Gabo y su escritura sempiterna

La obra de Gabo aseguró desde hace muchas décadas su existencia a través del tiempo; se inmortalizó como el Quijote que ha podido resistir siglos de lectura, los mismos siglos que le quedan por delante a Cien Años de soledad y a toda la poesía narrada de Gabriel García Marquez, el mejor de todos los tiempos.

Gabriel García Márquez.
Gabriel García Márquez.

Como el Quijote latinoamericano apodó Carlos Fuentes a Cien años de soledad, cuando leyó el primer borrador en el que constató la existencia del Coronel Aureliano Buendía, un héroe épico, tan amado y reconocido en toda la región, que todas las madres llevaban a sus hijas jóvenes para que tuvieran un hijo con él; fue un hombre venerado, respetado por el gobierno y por las personas del común a pesar de haber peleado 32 batallas y de haberlas perdido todas; aun así, pese a ser todo un campeón de derrotas, había triunfado ante la vida como un símbolo de entereza y gallardía.

Tenía 9 años cuando leí por primera vez a García Márquez. Aún estaba lejos de la tediosa imposición escolástica de leer para hacer estadística de la literatura, con personajes, tiempo, espacio y figuras retóricas, cuando experimenté la fuerza poética de su narrativa. Ella me afectó tanto que irreparablemente me volví obsesivo con la lectura de su obra.

Debo confesar que aprendí a leer más por imitar lo que hacía mi padre que por gusto, pero cuando experimenté la angustia de saber que tendría que leer muchos libros para conocer la obra de Gabo, pues apenas iniciaba con Un Señor muy viejo con las alas enormes, casi declino de mis aspiraciones. No obstante, del tedio pasé al asombro al descubrir un mundo nuevo, como el de Pigafetta, en el que el mayor embustero del mundo construía realidades fascinantes y tan bien contadas que las hacía creíbles.

El ahogado más hermoso del mundo fue la primera pedrada con la que la poética Garcíamarquiana derrumbaría mi sentido de la realidad. La historia de este muerto encontrado en la playa, es una de las construcciones poéticas más hermosas de la muerte; aunque lo aprendí a mirar ya grande, porque de niño mientras lo leía, sentía terror, más por el tamaño de la muerte, que por el ahogado en sí, con su cara de llamarse Esteban, sintiéndose querido por las mujeres y odiado por los hombres.

Los tres años siguientes al premio Nobel, más por novelería que por afición, la lectura de las obras de García Márquez se impuso en la escuela donde estudié. En casi todos los centros literarios se hablaba de sus hazañas, pero nunca compartíamos en serio la lectura de sus novelas. Las leíamos sin que nadie nos hiciera seguimiento. Eso me ayudó a descubrir otras lecturas como crónica de una muerte anunciada, El coronel no tiene quién le escriba y El amor en los tiempos del cólera, con un espíritu de aventurero que me llenaba de angustia por saber que iba a encontrar en la próxima novela y no por la calificación que ofrecía la maestra de español si encontrábamos personajes, metáforas y comparaciones en los textos.

Siempre quise conocer a Gabo pero me parecía una locura toparme con alguien que se había ido para México para convertirse en un mito viviente; en un clásico vivo de la literatura universal. Llegué a pensar que esa clase de privilegio estaba vetada para un estudiante de provincia.

Años más tarde ya había leído casi toda su obra y a Cien Años de soledad más de una decena de veces, fascinado y perturbado con la idea de aprendérmela de memoria, así como Gabo se sabía a Pedro Páramo, cuando corrió el rumor de que el Nobel visitaría el Instituto Caro y Cuervo (donde cursaba mi maestría en literatura), para acompañar a su entrañable amigo Carlos Fuentes quien recibiría el título de doctor honoris causa.

Quedé petrificado por la noticia. Aterrorizado al darme cuenta que sólo había llevado Aura, en edición de bolsillo para que Fuentes me la autografiara, sentí frustración por no tener una novela de Gabo para acercármele a pedirle un autógrafo. Estábamos en la sede de Yerbabuena a la afueras de la ciudad de Bogotá como para pensar en salir a buscar un libro del Nobel. Pensé en pedir uno prestado en la biblioteca, robármelo y luego comprar uno de la misma edición para reponerlo. Pero el ambiente de fiesta hizo que el bibliotecario cerrara temprano.

La alegría de ver que en la dedicatoria Carlos fuentes, me escribía: “Para mi compadre Oscar, un fuerte abrazo”, duró poco cuando de una sala adjunta emergió García Márquez con su chaqueta a cuadros y sus sonrisa Caribe interactuando con la romería de jovencitas, profesores, invitados y patos que hacían cola para saludarlo.

Como pude, me abrí paso entre el tumulto para ubicarme a su lado durante más de una hora sin decirle nada, sin pronunciar una sola palabra, solo lo escuchaba tener la palabra precisa en la punta de la lengua para contestar a sus interlocutores desde nimiedades hasta preguntas complejas sobre su obra; siempre con un excelente humor.

Llevaba más de una hora apretujándolo, esperando la oportunidad para pedirle el autógrafo, sin atreverme a hacerlo. De repente una mujer joven y hermosa le solicitó su firma, a lo que él le contestó en su tono mamagallístico: a ti y a todas las que me den un besito les voy a firmar.

Como si hubiese sido una orden monárquica, la fila se creció enormemente y yo expresé en tono alto mi inconformidad ante la imposibilidad de competir con las damas. En ese instante García Márquez volteó su mirada y sonriéndome reaccionó ante mi protesta, – préstame tu libro, cansón, me dijo. Le extendí la novelita de Carlos Fuentes y sin tomarla me preguntó por qué no tenía una de él. Le respondí que no sabía que él vendría y la biblioteca estaba cerrada para robarme una. Se sonrió de nuevo y me dijo; te la voy a firmar solo porque es Aura, de mi compadre.

Ese día entendí lo que él tanto decía; que escribía para que lo quisieran. Gabo inexplicablemente se ganó el cariño del mundo entero y en Checoslovaquia, en Singapur, Sur África, en China o México aprendieron a amar su obra, porque está escrita con hebras finas de la poesía que construye la realidad de una manera distinta, desde los diferentes dobleces de la realidad que a otros se les ocurre llamar realismo mágico y que no es más que esa característica de la cual goza nuestra cultura, del privilegio de la exageración, pero con profundas consecuencias en la manera de percibir la realidad, desde el amor, la soledad, la violencia, la muerte, la vida o desde una extraña forma de añorar lo que jamás hemos tenido.

Por Óscar Ariza / ESPECIAL EL PILÓN

Cultura
23 abril, 2014

Gabo y su escritura sempiterna

La obra de Gabo aseguró desde hace muchas décadas su existencia a través del tiempo; se inmortalizó como el Quijote que ha podido resistir siglos de lectura, los mismos siglos que le quedan por delante a Cien Años de soledad y a toda la poesía narrada de Gabriel García Marquez, el mejor de todos los tiempos.


Gabriel García Márquez.
Gabriel García Márquez.

Como el Quijote latinoamericano apodó Carlos Fuentes a Cien años de soledad, cuando leyó el primer borrador en el que constató la existencia del Coronel Aureliano Buendía, un héroe épico, tan amado y reconocido en toda la región, que todas las madres llevaban a sus hijas jóvenes para que tuvieran un hijo con él; fue un hombre venerado, respetado por el gobierno y por las personas del común a pesar de haber peleado 32 batallas y de haberlas perdido todas; aun así, pese a ser todo un campeón de derrotas, había triunfado ante la vida como un símbolo de entereza y gallardía.

Tenía 9 años cuando leí por primera vez a García Márquez. Aún estaba lejos de la tediosa imposición escolástica de leer para hacer estadística de la literatura, con personajes, tiempo, espacio y figuras retóricas, cuando experimenté la fuerza poética de su narrativa. Ella me afectó tanto que irreparablemente me volví obsesivo con la lectura de su obra.

Debo confesar que aprendí a leer más por imitar lo que hacía mi padre que por gusto, pero cuando experimenté la angustia de saber que tendría que leer muchos libros para conocer la obra de Gabo, pues apenas iniciaba con Un Señor muy viejo con las alas enormes, casi declino de mis aspiraciones. No obstante, del tedio pasé al asombro al descubrir un mundo nuevo, como el de Pigafetta, en el que el mayor embustero del mundo construía realidades fascinantes y tan bien contadas que las hacía creíbles.

El ahogado más hermoso del mundo fue la primera pedrada con la que la poética Garcíamarquiana derrumbaría mi sentido de la realidad. La historia de este muerto encontrado en la playa, es una de las construcciones poéticas más hermosas de la muerte; aunque lo aprendí a mirar ya grande, porque de niño mientras lo leía, sentía terror, más por el tamaño de la muerte, que por el ahogado en sí, con su cara de llamarse Esteban, sintiéndose querido por las mujeres y odiado por los hombres.

Los tres años siguientes al premio Nobel, más por novelería que por afición, la lectura de las obras de García Márquez se impuso en la escuela donde estudié. En casi todos los centros literarios se hablaba de sus hazañas, pero nunca compartíamos en serio la lectura de sus novelas. Las leíamos sin que nadie nos hiciera seguimiento. Eso me ayudó a descubrir otras lecturas como crónica de una muerte anunciada, El coronel no tiene quién le escriba y El amor en los tiempos del cólera, con un espíritu de aventurero que me llenaba de angustia por saber que iba a encontrar en la próxima novela y no por la calificación que ofrecía la maestra de español si encontrábamos personajes, metáforas y comparaciones en los textos.

Siempre quise conocer a Gabo pero me parecía una locura toparme con alguien que se había ido para México para convertirse en un mito viviente; en un clásico vivo de la literatura universal. Llegué a pensar que esa clase de privilegio estaba vetada para un estudiante de provincia.

Años más tarde ya había leído casi toda su obra y a Cien Años de soledad más de una decena de veces, fascinado y perturbado con la idea de aprendérmela de memoria, así como Gabo se sabía a Pedro Páramo, cuando corrió el rumor de que el Nobel visitaría el Instituto Caro y Cuervo (donde cursaba mi maestría en literatura), para acompañar a su entrañable amigo Carlos Fuentes quien recibiría el título de doctor honoris causa.

Quedé petrificado por la noticia. Aterrorizado al darme cuenta que sólo había llevado Aura, en edición de bolsillo para que Fuentes me la autografiara, sentí frustración por no tener una novela de Gabo para acercármele a pedirle un autógrafo. Estábamos en la sede de Yerbabuena a la afueras de la ciudad de Bogotá como para pensar en salir a buscar un libro del Nobel. Pensé en pedir uno prestado en la biblioteca, robármelo y luego comprar uno de la misma edición para reponerlo. Pero el ambiente de fiesta hizo que el bibliotecario cerrara temprano.

La alegría de ver que en la dedicatoria Carlos fuentes, me escribía: “Para mi compadre Oscar, un fuerte abrazo”, duró poco cuando de una sala adjunta emergió García Márquez con su chaqueta a cuadros y sus sonrisa Caribe interactuando con la romería de jovencitas, profesores, invitados y patos que hacían cola para saludarlo.

Como pude, me abrí paso entre el tumulto para ubicarme a su lado durante más de una hora sin decirle nada, sin pronunciar una sola palabra, solo lo escuchaba tener la palabra precisa en la punta de la lengua para contestar a sus interlocutores desde nimiedades hasta preguntas complejas sobre su obra; siempre con un excelente humor.

Llevaba más de una hora apretujándolo, esperando la oportunidad para pedirle el autógrafo, sin atreverme a hacerlo. De repente una mujer joven y hermosa le solicitó su firma, a lo que él le contestó en su tono mamagallístico: a ti y a todas las que me den un besito les voy a firmar.

Como si hubiese sido una orden monárquica, la fila se creció enormemente y yo expresé en tono alto mi inconformidad ante la imposibilidad de competir con las damas. En ese instante García Márquez volteó su mirada y sonriéndome reaccionó ante mi protesta, – préstame tu libro, cansón, me dijo. Le extendí la novelita de Carlos Fuentes y sin tomarla me preguntó por qué no tenía una de él. Le respondí que no sabía que él vendría y la biblioteca estaba cerrada para robarme una. Se sonrió de nuevo y me dijo; te la voy a firmar solo porque es Aura, de mi compadre.

Ese día entendí lo que él tanto decía; que escribía para que lo quisieran. Gabo inexplicablemente se ganó el cariño del mundo entero y en Checoslovaquia, en Singapur, Sur África, en China o México aprendieron a amar su obra, porque está escrita con hebras finas de la poesía que construye la realidad de una manera distinta, desde los diferentes dobleces de la realidad que a otros se les ocurre llamar realismo mágico y que no es más que esa característica de la cual goza nuestra cultura, del privilegio de la exageración, pero con profundas consecuencias en la manera de percibir la realidad, desde el amor, la soledad, la violencia, la muerte, la vida o desde una extraña forma de añorar lo que jamás hemos tenido.

Por Óscar Ariza / ESPECIAL EL PILÓN